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No 'son los de siempre'

En el debate político en los últimos meses se han ido produciendo llamativas idas y venidas. Unas veces, el PSOE enarbola una bandera y, apenas izada, el PP se la arrebata. Sucedió con las grandes palabras, con el patriotismo constitucional y también con la pequeña logística, con la exigencia de más policías para combatir la delincuencia. En otras ocasiones el camino, en apariencia, era el inverso. El PP levantaba la liebre y el PSOE, sin mucho pensar, para 'buscar su lugar propio' se apuntaba a la opinión contraria, aunque, con frecuencia, a no mucho tardar, acababa por recalar en opiniones que cuesta distinguir de las de PP o, al menos, por desembocar en sus mismas perplejidades. En el 'debate multicultural' ha sucedido algo parecido. Tales trasiegos no merecerían mayor meditación si no apuntaran a un problema de implicaciones estratégicas para la izquierda: la dificultad para saber con quién se juega los cuartos, la de tener un diagnóstico acerca de cómo es esa derecha que, a lo que se ve, se resiste a estar enfrente. Dificultad que, obviamente, es tributaria de otra previa y de mayor calado: la determinación de la propia ubicación; o, con la pregunta solemne habitual: ¿por dónde pasa el trazo entre la izquierda y derecha?

A decir verdad no carece la izquierda de opinión acerca de dónde está la derecha. No sólo tiene opinión, sino que incluso tiene algo más, tiene una perspectiva en la que encajar las opiniones. En lo esencial se trata de una mirada resabiada que viene a decir: 'Dicen una cosa, pero, en el fondo, lo que piensan es otra', donde 'otra', en los casos más inerciales, quiere decir: 'Son los de siempre, unos fachas'. El ejemplo más destacado fue lo sucedido con el patriotismo constitucional. Vale la pena recordar lo sucedido y apurar sus enseñanzas. Al principio, la izquierda, cuando se encontró con que el PP invocaba el lema no sabía muy bien qué cara poner. Podía, por supuesto, enmendar la mayor y atacar la idea misma. Pero esta vez no resultaba sencillo ponerse a la contra, porque la iniciativa había sido suya y, por lo demás, su inspiración última es de lo más sensato, al menos hasta donde le está concedido al debate no académico: la idea de comunidad política no como una nación provista de una identidad que arranca en fecha fija, siempre remota, y se mantiene impermeable a los avatares de la historia, la idea propia de los patriotismos identitarios, sino como un conjunto de ciudadanos que, en un mismo escenario de decisión y de justicia, se aseguran mutuamente libertades y derechos sin exigirse otra seña de identidad común que el compromiso cívico con el respeto a esas circunstancias. De modo que, como la idea no se podía rechazar, se atacó el supuesto vínculo con la idea, la sinceridad de la convicción, y se adoptó una interpretación conspirativa: el PP realmente no se creía lo que decía, tenía un trato puramente táctico con el patriotismo constitucional y, por detrás, persistía el patriotismo de la identidad, la España tremenda o casposa de siempre.

Sin embargo, en la discusión de estos asuntos, esa interpretación presenta una dificultad insalvable derivada de una regla elemental de la argumentación, a saber: que cuando se invoca un principio, por definición, se lo considera un criterio de legitimación aceptable. Sucede continuamente: el estudiante que reclama una nota más alta cree que es de ley que el ejercicio del talento debe ser reconocido; el trabajador que pide más salario juzga razonable el principio de que el esfuerzo debe ser retribuido. Cada uno de ellos confía en el principio, confía él mismo o confía en que confían aquellos frente a los que apela. Lo mismo sucede en política. Si el PP defendía el patriotismo constitucional era bien porque le parecía atinada la idea, porque estaba sinceramente comprometido con ella, bien porque, en la interpretación conspirativa, simulaba estarlo, esto es, porque creía que era una moneda de curso legal en el debate democrático mediante la que podría ocultar o vender su 'verdadera' condición de patrioterismo identitario.

En cualquiera de los dos casos, la idea de que 'son los de siempre' resulta difícil de aplicar. En el primero, por definición, porque se defendía convencidamente una idea de naturaleza democrática. En el segundo, porque, aun si el PP actuaba de manera hipócrita, con su proceder, al reconocer que sus 'auténticos' principios no son argumentos de recibo, estaría mostrando un trato avergonzado con las propias ideas, con las 'verdaderas' o, lo que viene a ser lo mismo, si se está de acuerdo en aquello de que la hipocresía es el tributo que rinde el vicio a la virtud, estaría honrando el principio invocado, la saludable idea constitucional. Y es ahí donde la hipótesis conspirativa colapsa, porque los patriotas identitarios son incapaces de realizar ese movimiento táctico, no sólo porque, al subordinar desde el punto de vista argumental sus tesis 'nacionales' a otras 'cívicas', estarían minando los cimientos de su identidad política, estarían diciendo que sus 'razones' patrióticas no sirven y necesitan un aval ulterior ciudadano, abandonando con ello su condición de patriotas de la identidad, sino también porque ni siquiera contemplan el uso táctico, pues el patriota identitario se siente orgulloso de su identidad, la proclama y la exhibe como principio último de justificación, como sucede notoriamente con los nacionalistas cuando justifican medidas políticas en el 'argumento' de que los símbolos y tradiciones deben preservarse.

El diagnóstico 'son los de siempre' no sirve. Esta derecha puede que se abastezca de aquellos niños bien cuyos destinos, con talento premonitorio, nos vaticinó Juan Marsé en Últimas tardes con Teresa. Vamos, casi seguro. Pero, desde luego, ni lleva la camisa azul ni tiene caspa. Sus opiniones sobre la homosexualidad, las drogas, el papel de la religión, la discriminación de la mujer, la educación o la inmigración se pueden discutir, pero, desde luego, puestos a dar nombres y forzando el trazo, se parecen menos a las de Le Pen que a las de Robert Nozick, el exquisito filósofo liberal recientemente fallecido, para el que, mientras se respeten los derechos de los otros, mientras no se entrometan en la vida de los demás, cada cual puede hacer de su capa un sayo. Por supuesto, no faltan ni las maneras mandonas, propias, al fin, de unas clases educadas con servicio doméstico ni las inercias reaccionarias, también sobre 'costumbres', como es el caso ejemplar de las opiniones preconstitucionales del autonómicamente posconstitucional Fraga. Pero la mayor parte de las ambigüedades son el resultado de las dificultades propias del complicado negocio de aplicar los principios a realidades nuevas y mudadizas y, sobre todo, de que el liberalismo como doctrina tiene importantes problemas.

Llegados aquí la pregunta es inmediata: ¿pero, entonces, no hay diferencias entre la izquierda y la derecha? Sí, y no pocas. Una de ellas: la izquierda, en origen, se tomó en serio la realización de un ideal que venía de antiguo y que en algún momento encarnó el liberalismo. Por supuesto, había algunas cosas más, que marcaban la differentia specifica. La izquierda vino a añadir, a un componente emancipador, a un ideal ciudadano, compartido circunstancialmente con la mejor tradición liberal, otro sumando igualitario, que se justificaba no sólo por razones de principio sino por la convicción de que para acabar de verdad con la opresión era necesaria la justicia social, de que los derechos y libertades sin redistribuciones de riqueza y poder, eran papel mojado o privilegio de unos pocos y, al fin, incompatibles con una noción mínimamente cabal de ciudadanía. La izquierda, en dos palabras, era libertades más igualdad. Hoy la derecha, después de un importante proceso de reconstrucción ideológica, ha recuperado el componente liberal y, además, en nombre de ese componente, asimilando los impuestos a 'intromisiones del Gobierno en nuestras vidas', en 'nuestros derechos (a lo nuestro) y libertades (a vivir como queremos)', ha atacado, sin complejos, el otro sumando, el más genuino, de la izquierda: la igualdad. El ataque ha sido contundente y con importantes consecuencias. Sociales, en primer lugar: las desregulaciones, los procesos de privatización y las intervenciones en los mercados laborales, entre otras circunstancias no tan deudoras de las decisiones políticas, han recompuesto las relaciones de poder en el seno de la sociedad a favor de los poderosos. Pero las consecuencias han sido también ideológicas. El discurso antiigualitario ha hecho mella en una izquierda que, como vaca sin cencerro, camina desnortada y a la defensiva, pidiendo perdón por los impuestos, la redistribución de la renta, la inversión pública, las medidas bienestaristas y los derechos sociales. El resultado final, en corto y por directo, es que debilitada la defensa de la igualdad, la izquierda se ha quedado intentado sujetar a pulso el componente liberal y ahí resulta indistiguible de los liberales de verdad.

Y lo cierto es que el viejo diagnóstico sigue vigente: incluso el ideal liberal es irrealizable, en serio y para todos, sin cambios en las condiciones económicas y de poder. La izquierda tiene que volver a recordar lo sabido y olvidado, lo que no han olvidado, todavía, los que están del peor lado de la historia, aunque su voz cada vez se escuche menos, entre otras razones porque, como nos contaba ejemplarmente Ken Loach en su película La cuadrilla, buena parte de las medidas 'modernizadoras' liberales han minado sus derechos sociales y con éstos su dignidad, su capacidad para decir 'no', porque quien se juega la supervivencia cada vez que abre la boca, acaba por callar y, al final, para no tener que callar, por no pensar. Es hoy más verdad que ayer que, aunque la Constitución proclame que todos tenemos derecho a la salud y a una vida decente, no es lo mismo llegar a viejo en una familia adinerada que en otra sin recursos; que, frente a los fracasos educativos, a los pobres no les están concedidas segundas oportunidades; que, como se nos recuerda con la imprecisa calificación de 'acoso laboral', en muchas empresas, los derechos se congelan a la entrada y hasta la decisión de tener hijos puede depender de la buena voluntad del jefe; que no es el abuso de Voltaire, de la literatura multicultural o la asistencia a cualquier foro de las culturas lo que hace más llevadera 'la convivencia entre culturas' en Marbella que en el barcelonés barrio del Raval.

Verdades del carbonero, sin duda, pero también un territorio políticamente fecundo, el viejo asunto de la justicia social y del bienestar de los de abajo, alejado de la fontanería sin propósito y también de un ampuloso etiquetaje seudoacadémico que se estira por donde se quiere, al servicio de todas las prestidigitaciones. Un terreno que traza una frontera que la derecha, hasta ahora, nunca ha traspasado.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona y autor de La libertad inhóspita.

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