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Me falta la fe de Maragall, no su esperanza

No me gusta verlo todo demasiado claro, aunque me temo que se trata de una afección que aumenta, inexorable, con la edad. Y menos me gusta todavía, cuando, además de clara, la cosa resulta tan elemental y de cajón que salta a la vista y casi da vergüenza decirla: '¿Es que salta a la vista, me digo entonces, o es simplemente que tengo la vista cansada?'. No estoy seguro. Pero esto es, en todo caso, lo que en ella se refleja y en mis oídos resuena. Oigo decir, por ejemplo, que los socialistas españoles parece que empiezan a 'asumir' (¡vaya palabra!) una visión menos caricaturesca y más plural de España.

'¿Pero cómo no iba a ser así?', digo yo. Esto es exactamente lo que le toca hacer a un partido español cuando no está en el poder y no parece que vaya a estarlo por un tiempo: ni más ni menos que propiciar una suerte de Confederación Española de Derechas (o, en este caso, de Izquierdas) , que trate de desalojar al partido que gobierna denunciando su centralismo, su 'deriva' (¡vaya otra palabra!) canovista hacia la creación de una oligarquía financiera a su servicio; su torpe, zafio y rancio nacionalismo español.

Así lo hicieron ya los socialistas en las primeras elecciones, cuando no podían aún ganar y se permitían, frente a UCD, ser federalistas, antiatlantistas, partidarios de la autodeterminación y de lo que hiciera falta (como lo hizo luego el PP, en parecidas circunstancias, el año 1996). Pero todo empezó a cambiar rápidamente en el PSOE cuando las encuestas enunciaron en 1981 que las próximas elecciones las podían ganar los socialistas.

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'¿Y cómo no iba a ser así?', repito: es lógico que se apresuraran entonces a firmar la LOAPA y a presentarse, frente al campi qui pugui de UCD, como el único partido de auténtica 'implantación nacional' en condiciones de vertebrar y poner en cintura ese desmadre de las autonomías. El Time pronto vio el cambio y fue el primero en bautizarlo: dejó de hablar de 'los socialistas españoles' para pasar a referirse a ellos como 'los jóvenes nacionalistas españoles'.

Hoy parece que volvemos a estar donde estábamos al principio, al menos en este aspecto. Lejos del poder en Madrid, sin expectativas inmediatas de ocuparlo, los socialistas pueden permitirse ceder verbalmente al federalismo de Maragall, de quien por otra parte esperan les dé la primera alegría en mucho tiempo. Es más: el respeto reverencial que despierta en Madrid al poder ejecutivo favorecería sin duda que un Maragall hablando ex officio como president de la Generalitat consiguiera introducir cierta inflexión en la ideología españolista del PSOE. Un partido que, en cualquier caso, anda a la busca de un nicho ideológico donde distinguirse del españolismo de la derecha: ese españolismo con el que había llegado a identificarse (hasta confundirse) en las elecciones de Euskadi, y frente al que ni con la Ley de Partidos Políticos por medio acaba de encontrar un discurso claro y diferenciado. Claro está que el nuevo secretario general del PSOE, un dirigente 'con creencias socialistas e ideas liberales', según Vargas Llosa, está en condiciones de sintonizar mejor con Maragall que quienes, como el propio Felipe González, le piden a Zapatero algo tan pintoresco como 'un proyecto con contenido de ideas'. ¿Y por qué no, digo yo, 'unas ideas con contenido de proyecto'?, ¿o mejor, quizás, 'un contenido de ideas en proyecto'? ¡Un poco de respeto y contención, por favor! No hay que ser san Agustín para saber que cuanto más idea de una cosa tenemos menos 'contenido de ideas' andamos pidiendo por ahí. Pero pasemos página.

Comparto los deseos e incluso las emociones de Maragall (y como las de su padre, o de su abuelo); no dudo de su capacidad y de su tenacidad, de su buena voluntad y de su enorme inteligencia. Sólo dudo de que su fe pueda transformar esa idea e imagen de España que comparten el PP, el PSOE y la absoluta mayoría del electorado español. Una imagen de la que, como catalán, me siento centrifugado y visto por ellos como un problema (cuando no una simple lata o un canto de piedra en el zapato). Un problema al que hay que buscarle un 'alveolo' donde se asiente, se esté quieto y acalle de una vez ese 'eterno lamento' que a Ortega irritaba.

Ahora bien, por más que quiera -y lo quiero como el mismo Maragall- yo no consigo ver este escenario mínimamente previsible. Y por razones de distinta procedencia y calado. Primera, porque aun en el caso que prosperara su idea federal habría que encajar todavía lo diferencial dentro de lo federal: un auténtico encaje de bolillos, que sólo puede hacerse con la conformidad de los partidos y votantes españoles cuya reticencia por la labor es notoria. Segunda, porque apenas las encuestas volvieran a aupar o acercar a los socialistas a La Moncloa, el PSOE tendería naturalmente a hacer lo mismo que hizo ( y me confesó expresamente) Felipe González en estas circunstancias: volver a un discurso españolista, más civilizado si se quiere, mejor argumentado, pero no menos reactivo, defensivo e inequívocamente orientado. ¿Acaso no habita aún en su inconsciente colectivo la afirmación de Américo Castro según la cual 'España va bien cuando es fuerte su centro, y va mal cuando lo es su periferia'? Tercero, y esto es lo más grave, porque tendrán toda la razón electoral del mundo para actuar así, pues está claro que en esa España (tan ceñida y ceñuda como su ñ) gana votos quien con más verosimilitud se presenta como valedor de la unidad e integridad de la Patria. El vamos a poner a vascos y catalanes en cintura es la única apuesta electoral segura en España (tan segura allí como frágil aquí, donde nunca ha ganado las elecciones catalanas un partido de clara obediencia española). Y cuarta, porque así el País Vasco o Cataluña podrían adquirir un real protagonismo incluso en la política exterior. ¿De dónde si no el temor a usar los términos autodeterminación o cosoberanía para Gibraltar?, ¿de dónde el largo entusiasmo e identificación de España (o Francia) con la patria 'yugoslava' y antiseparatista de Milosevic? Lo que digo: que la mirada por el retrovisor sobre la posible 'contaminación' de vascos y catalanes no les permite ver ni enfrentar lo que tienen delante.

Esta inequívoca y permanente orientación del voto español es la que me sitúa y me hace

sentir a mí fuera, ajeno y extraño al Estado en que me toca vivir. En efecto; yo no consigo identificarme políticamente con un cuerpo electoral que vota y reacciona así, aunque no sea más que para poder sentirme eventualmente su admirador, su cómplice, su hermano iberista, hispano o lo que sea. Y es que para llegar a abrazarse, ya se sabe, hay que empezar por ser dos.

Conste que fue sólo y precisamente al entrar en el Parlamento español cuando experimenté sensiblemente este extrañamiento. Y no por rechazo alguno. Al contrario: fue debido a la complicidad con que los socialistas de allí me hablaban de Cataluña y de los catalanes. '¿Aunque no es tu caso', añadían siempre, 'tú eres abierto, cosmopolita, etcétera'. Y fue entonces cuando sentí que sí era mi caso, que yo era también uno de ellos; que pertenecía a la especie de esos 'terceros', de los que cariñosamente me excluían, y a los que, según los casos, ellos tenían que acallar, contentar, trampear, amedrentar, halagar. Dicen los franceses que c'est le ton qui fait la chanson. Y fue efectivamente el tono de sus palabras el que me distanció de ellos. Sentí que su discurso me centrifugaba a mí de España y que sólo podría volver a imaginarla y tratarla cuando una victoria de Maragall en todos los frentes -o el de Esquerra Republicana en alguno- nos permitieran dibujar conjuntamente una opera aperta en la que no nos sintiéramos ya encerrados. Nada va a impedir, sin embargo, que en el ínterin Madrid siga encantándome, que tenga allí algunos de mis mejores amigos, y que siga con entusiasmo a su equipo cuando gana una más de esas copas de Europa a las que nos tiene ya acostumbrados ¡Ay, del día en que el espectro de votantes que va de Maragall a Carod Rovira pudieran alegrarse también de las Copas del Real Madrid! Sería un síntoma inequívoco de que Cataluña está ya donde debe estar, es decir, lo bastante lejos y desatados del Estado español para poder sentirse todo lo cerca y todo lo solidarios que haga falta con sus gentes. Pero ya digo que me falta la fe de Maragall para creer en este escenario, su tenacidad para luchar por él, su fantasía para imaginarlo.

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

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