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Crónica
Texto informativo con interpretación

Japón estalla de alegría

La pasión nipona se desborda tras el histórico triunfo sobre Rusia

El partido comenzó con el himno nacional más lúgubre del mundo y terminó con la rendición más eufórica nunca oída de la Oda a la alegría de Beethoven. Sesenta mil espectadores dentro del estadio de Yokohama celebraron la victoria más memorable en la historia del fútbol japonés a ritmo de tambor y del célebre compás de la Novena sinfonía y después decenas de miles más siguieron cantando y bailando, rugiendo de felicidad, en el centro de Tokio como si acabasen de ganar el Mundial. Y no lo van a ganar, pero han vencido a Rusia (1-0), la primera victoria japonesa en el torneo y un resultado que superaba los sueños del japonés más optimista antes de empezar.

Pero más que eso, mucho más, lo que significa la victoria de anoche es el despertar del fútbol en Japón. Porque, tras las escenas que se vieron ayer en el estadio de Yokohama, magnífico escenario donde se disputará la final del Mundial, y después en Tokio hasta las tantas, no existe la más mínima duda: Japón se ha incorporado a la gran fraternidad planetaria de naciones consagradas a la gran religión pagana que es el fútbol. No hay marcha atrás. La exuberante pasión de la gente en las calles, en los trenes, en los coches pegando bocinazos -ante la confusión de los policías, que jamás habían visto cosa semejante y no sabían cómo reaccionar- lo demuestra.

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Este Mundial no es como el de Estados Unidos 94. Un circo, una curiosidad, que vino y se fue. El fútbol, deporte que no tiene tradición en Japón, que comparado con el béisbol no ocasionaba hace diez años ni el más mínimo interés, vino y ahora se quedará para siempre.

El responsable, más que nadie, de que Japón seguramente experimentara su noche más alegre desde la victoria en la guerra contra Rusia de 1905, por lo menos, fue Inamoto. No porque el centrocampista del Arsenal, inglés, marcase el gol de la victoria, y porque marcara el del empate contra Bélgica la semana pasada -y otro legítimo en el mismo partido que le anularon-, sino porque fue con mucha diferencia el mejor jugador sobre el campo. El más trabajador, el más valiente, el más oportuno en el pase, en la colocación, en el remate, en todo.

Si hubiese un premio hoy para el jugador del Mundial se lo llevaría Inamoto, que fue el mejor contra Bélgica también. Pero ayer estuvo monumental. Hizo el primer disparo a gol del partido en el minuto tres y de ahí en adelante no paró. Volaba de área a área. En un momento dado hacía una entrada que salvaba la vida a su equipo y segundos después sembraba el pánico ante la portería rusa. Recuperaba balones en el centro del campo. Metía pases impecables de 50 metros, pases cortos, inteligentes. Nunca perdía el balón.

Y así, todo el partido, este extraordinario jugador del pelo teñido de rubio, cara de niño gordito y que no jugó ni un minuto en la Premier League la temporada pasada, que nunca emergió de las oscuridad de las reservas, ha explotado en el mundo del fútbol como un volcán.

Y todo Japón ha explotado con él. Del himno japonés -trágico, terrible, catastrófico, profundamente depresivo- se pasó en 90 minutos al festejo tribal, a la histeria más o menos controlada, que siempre provocan los grandes triunfos en el fútbol en España, en Brasil, en Inglaterra y en otras partes del mundo. Como ahora, también, en Japón.

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