El triunfo del hombre modesto
'No m'ho puc creure', susurraba al cielo Albert Costa mientras se llevaba las manos a la cabeza, rebozado aún con la tierra de Roland Garros. Era la victoria del gladiador modesto, del tipo destinado a pasar por la historia del tenis como un buen jugador sin premio. Como cientos antes que él. 'Todavía no creo que haya ganado. Necesitaré tres o cuatro días para asimilarlo', decía ya en español con el trofeo bien agarrado entre sus brazos, como si temiera que alguien le despertara y le dijese que todo había sido una broma.
Costa es un buen jugador. Tiene uno de los mejores golpes de revés del circuito. Es sólido, luchador, y posee una muy buena técnica. Su punto débil era la cabeza (la ansiedad se paga en un deporte que necesita nervios templados) y la ausencia de un punto de genialidad para creer más en sí mismo. Es un tipo honesto, sin dobleces, un poco tosco en su forma de jugar, especialmente cuando corre hacia delante con el culo mirando al cielo. A sus 27 años, había aceptado que la suerte le había acompañado en su carrera para rebañar unos buenos millones bien asentado en el segundo escalón del circuito. Por eso no podía concebir estar en lo más alto del trono de la tierra batida. 'No pensaba que esto me iba a pasar a mí', decía con humildad.
Jugadores así rompen a veces la banca. Y lo hacen porque son tan honestos consigo mismos que cuando la vida les coloca ante una oportunidad única, se agarran a ella con toda su alma. Desde el primer juego se vio en los ojos de Costa la fuerza de su determinación. No estaba dispuesto a desaprovechar el día más importante de su carrera. Soltó el brazo, avasalló a su dubitativo rival-amigo y no se puso a pensar en lo que estaba haciendo hasta la tercera manga.
Toda esa voluntad y ambición de victoria era lo que necesitaba Juan Carlos Ferrero. Es el crack de la mejor generación del tenis español, la de la Copa Davis 2000. Pero Ferrero no estaba ayer en el partido. Estamos acostumbrados a verle con gesto hierático, sin transmitir emociones. Ayer, en cambio, hizo un derroche de teatralidad gestual. Ahora me enfado, ahora sufro, ahora me lamento, ahora miro al cielo.....Su cabeza no estaba en el partido. Cuando se quiso dar cuenta, Costa ya le miraba por el retrovisor dos sets por delante.
El tenis es un deporte psicológico. Se juega tanto con la cabeza como con los brazos y las piernas. Cada uno tiene su forma de motivarse. A Costa, por ejemplo, le han llovido del cielo dos gemelas, Alma y Claudia, que le han dado la estabilidad que necesitaba. En un deporte tan exigente, a la medida de post-adolescentes hipermotivados, es ya una excepción insólita ver a un padre de familia ganar uno de los grandes. Costa estaba rebosante de pensamientos positivos, de buen rollo vital. Ferrero transmitía todo lo contrario: lesiones, piernas lentas, dejadas absurdas desde el fondo.....Toda su cabeza giraba alrededor de la derrota desde el principio del partido. Ganar su primer grande le va a costar si no se quita de encima esa presión.
Lástima de que finales como la de ayer no sirvan para reivindicar a la extraordinaria escuela española de tenis. Un poco más de calidad habría aumentado el respeto que todos ya le reconocen. Lo mejor de una final entre españoles es que el trofeo va a ser para uno de los nuestros, sea bonito o no el partido. Lo peor es que resta emoción porque la identificación con los finalistas es menor: los dos caen bien. Si usted prefería a Ferrero, consuélese: sus 22 años garantizan un extraordinario futuro. Si usted iba con Costa, felicítese: a veces los tipos modestos y humildes reciben su recompensa.
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