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Poder político y poder económico

Desde hace algunos años, la globalización es uno de los temas más candentes de nuestro tiempo en los países desarrollados y en los en vías de desarrollo. En los rematadamente pobres se ha conseguido que las mentes vivan aletargadas por el hambre y la enfermedad. Por otra parte, la globalización es un fenómeno tan complejo que no todos los estudiosos lo entienden exactamente del mismo modo. Ni siquiera se ve con toda transparencia el significado más llamativo, o sea, el desplazamiento del poder político por el poder económico. Sin embargo, el lema de combate del liberalismo clásico, 'menos Estado', no entrañaba más poder civil, sino exclusivamente económico. No sólo la institución política tenía que subordinarse al aparato capitalista, sino el resto de la sociedad.

En nuestros días se ha extendido la noción de que la política ha quedado ya reducida a un papel subsidiario. El Estado-nación, leemos a cada paso, está a punto de exhalar el último suspiro. Pero guardémonos de generalizar, pues analistas hay para quienes la nación nunca ha estado tan viva y fuerte; o para ser más precisos, el Estado. Digamos que la superficie, es decir, lo visible, confirma esta última opinión. En el País Vasco, un poder político autonómico desafía al poder político central, para preocupación del poder económico de esa autonomía. Enron, Arthur Andersen, Vivendi, Xerox, los grandes bancos japoneses y uno de los españoles, no pasarían por lo que están pasando si el poder político estuviera tan comatoso como se dice. ¿Pura apariencia? ¿Demostración de que, en efecto, las cosas no son tan sencillas y que por debajo de esta superficie hay una realidad menos visible y que juega en favor de la hipótesis de la supremacía del poder económico?

Algo importante cabe decir a favor de esta tesis. El espíritu de nuestra época es capitalista. Es innegable que en las sociedades más avanzadas el sistema de valores predominante poco tiene que ver con la religión, con la familia, con el trabajo (un medio para los más, no un fin en sí mismo, en el más puro talante del capitalismo consumista), con la ciencia y con la tecnología, que nos moldean sin dejarse sentir, sin constituirse en entes integrantes de nuestra vida emocional. Lo que define incluso a los estamentos más modestos de la sociedad es el afán de lucro; por doquier es más quien más gana, por doquier se llega a confundir el consumo superfluo con el necesario, se auspicia la carrera de ratas y se ofrecen sucedáneos con precio directo o indirecto. Todo por y para el mercado y nada sin el mercado.

Pero dicho lo anterior cabe preguntarse si no estaremos confundiendo el poder con la influencia. Concedido el parentesco, por otra parte tan obvio, no hay que olvidar que no son conceptos sinónimos. Y ocasiones hay en que el poder emana de la influencia y otras en que ocurre lo contrario. Decimos rutinariamente -por citar un ejemplo- que los medios de información son el cuarto poder (algunos afirman que el primero), cuando sería más exacto decir que constituyen la principal influencia; si bien, salvo casos de probidad y coraje democráticos, se trata a su vez de una influencia derivada y mediatizada, es decir, influida de buen o mal grado. Remontarse a las fuentes de la palanca que mueve el mundo es tarea útil, por aclaratoria, para aproximarnos a un fenómeno que, sin embargo, sabemos de antemano que escapa a nuestra comprensión. Son muchos los poderes, muchas las influencias e incalculables las interacciones entre unas y otros y entre sí mismos. En el futuro, si acaece la sociedad tecnocrática plenamente desarrollada, se podrá retroceder en este análisis a las sociedades primitivas, sin apenas otro impulso que el religioso.

Los valores predominantes de las sociedades más desarrolladas son los del capitalismo, pero pueden constituir -nada más-, el despliegue de la lógica interna de unos principios en los que quedan atrapados millones de seres humanos, entre ellos, un número indeterminado de capitalistas y de políticos. Podríamos incluso hablar de la influencia intelectual a largo plazo. Thomas Hobbes estaba espiritualmente más cerca de la aristocracia rural inglesa que de los mercaderes, a quienes despreciaba; pero en su Leviatán se muestra más favorable a estos últimos que a los primeros, pues mientras el aristócrata está atado a una serie de principios tradicionales hondamente sentidos, al mercader sólo le mueve la adhesión al beneficio económico. Eso es lo que quería Hobbes, una sociedad de individuos sin ligámenes paralizantes. Sin quererlo Hobbes, da un paso enorme para que el capitalismo se convierta en un valor que, sin embargo, no debe metamorfosearse en poder, pues el autor del Leviatán pretende la anulación de todos los poderes (el económico, el religioso, el familiar, el gremial y otros menores) porque éstos se interponen entre el individuo y el Estado. Hobbes redivivo, con su enorme clarividencia, podría defender que su idea del Estado está ganando la batalla en todos los frentes, si bien tendría que admitir que no de la manera abrumadora deseada por él. El poder político no está subordinado al económico, sino que, en gran medida, no hace más que adherirse a un sistema de valores representados como nadie por el lazo del dinero. John Kenneth Galbraith sería aún más flexible: la gran multinacional controla y es a su vez controlada por el Estado. 'Naturalmente, uno puede preguntarse si la corporación no es, de hecho, una extensión del Estado moderno, una parte integrante de las más amplias disposiciones por las que somos gobernados'. Con anterioridad a Galbraith, autores como Burnham y Schumpeter habían profetizado la defunción del capitalismo, aunque tal vez sería más exacto decir de los capitalistas. También Heilbroner, quien pone el acento en la creciente necesidad de la planificación estatal, en vista de la progresiva disminución de los recursos naturales y de los gravísimos huecos dejados por una tecnología más y más compleja; huecos que el mercado es totalmente incapaz de cubrir.

Pero, ¿la globalización? Un autor de moda y muy preocupado por el fenómeno, el sociólogo alemán Ulrich Beck, escribe: 'Nunca se repetirá bastante que la época de la globalidad no conlleva el final de la política, sino el volver a empezar'. Propone diez respuestas, pero llaman la atención las siguientes palabras: 'Aquí no se intenta responder a la globalidad con un gran Estado supranacional, sino con 'un acuerdo responsable entre naciones'. Al parecer, la última palabra aún la tiene el poder político. (?)

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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