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Columna
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Dos laberintos

Josep Ramoneda

¿Se pondrá de moda Gramsci? La literatura política anglosajona parece haber descubierto la categoría de hegemonía de Gramsci, muy útil para advertir que para ejercer una dominación estable no basta con el poder económico, ni siquiera con el militar, sino que se necesita además capacidad de penetración, seducción e impregnación en el terreno de las ideas, las costumbres, la moral y los sentimientos.

Estados Unidos, sostienen algunos, sólo podrían ver amenazada su hegemonía si descuidaran lo que ellos llaman el soft power, es decir, los valores de la sociedad americana que se transmiten a través de un sistema multimedia que todavía controlan significativamente pero que algunos temen que en tiempos de Internet se haga vulnerable. La habilidad del que domina es ejercer la hegemonía aprovechando el mimetismo de los ciudadanos respecto a los poderosos, con la suavidad suficiente para que no sea vivida como un oprobio. Que es lo que algunos temen en un momento en que el Gobierno americano ha cambiado el discurso de los derechos humanos por el de la seguridad e intransigencia.

Un par de décadas atrás, esta categoría gramsciana era repudiada y puesta como ejemplo de la voluntad de dominación totalitaria de la izquierda comunista. Ahora, sin embargo, sirve para llamar la atención sobre las posibles debilidades del hiperpoder americano. A su vez, es útil para entender el laberinto en que se encuentra metida la izquierda europea. En los años ochenta un modo de entender la sociedad liberal, liderado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, renovó su hegemonía y trazó una extensa red de dominación que culminó con el hundimiento de los regímenes de tipo soviético. La socialdemocracia europea quedó atrapada en la red. Aceptó sin rechistar el proyecto liberal de la globalización renunciando a sus valores propios. Es más, donde ha gobernado, con muy pocas excepciones (Francia entre ellas, pero sin capacidad de crear una mayoría reformista), ha contribuido eficazmente a la hegemonía liberal, a veces con trabajos sucios que ni la propia derecha se atrevía a hacer. Y en estos momentos en que cunde entre la ciudadanía la inseguridad generada por el fundamentalismo de mercado, no tienen respuesta propia y tienden a mimetizar las respuestas de la derecha, con la coartada de la lucha por el centro político. El resultado es evidente: la derecha -aún en las dificultades de un momento en que el mundo se ha hecho para mucha gente insoportablemente imprevisible- mantiene la iniciativa política. En este contexto todo partido de izquierdas que afronta una campaña electoral -los partidos sólo se dan cuenta de que están en peligro cuando llega la llamada a las urnas- lo hace sabiendo que hay que reinventar, pero sin saber muy bien qué. La clase obrera, sobre la que se construyó el discurso socialdemócrata -respuesta al comunismo-, ya no es lo que era, en términos de cohesión y poder social. El pacto por el Estado de bienestar en la posguerra llevó a buena parte de la clase obrera a las clases medias y ahora, en los momentos difíciles, no quieren que nadie les recuerde el pasado. Por tanto, el viejo discurso ya no sirve. Y sin embargo, la equidad, la cohesión social y la igualdad de derechos de la ciudadanía merecerían seguir estando en primer plano, si no se quiere dejar definitivamente a la democracia sin alma.

Hay dos tipos de reformismo: el del FMI, el de la derecha, que apuesta por las terapias de choque y el cambio tecnológico continuo como forma de revolución permanente, siempre en defensa de los intereses del poder económico occidental. Es un reformismo de un solo lenguaje: el de las tasas de crecimiento y los índices de competitividad. Pero hay otro reformismo posible: el que entiende que la sociedad existe y que es algo más que una suma de personas colocadas debidamente para optimizar el rendimiento económico conjunto, y que el progreso y la calidad de vida son función de muchos más factores. La izquierda, atrapada en el laberinto hegemónico, no se decide a avanzar por esta segunda vía sin complejos. Y no es fácil ciertamente, porque la capacidad de difusión del modelo americano es grande. Es curioso, eso sí, que se hayan dado cuenta antes los reformadores americanos de sus debilidades que la izquierda europea. De modo que, para salir del laberinto, la izquierda tiene un arduo trabajo por delante: superar los tópicos de su tradición y ser capaz de minar el soft power americanista con propuestas suficientemente atractivas. El problema es que las campañas electorales viven siempre bajo la premura de las prisas y éstas no ayudan al trabajo de fondo.

A la izquierda catalana le toca lidiar con dos gobiernos (el de Aznar y el de Pujol) que han luchado en todos los frentes para imponer una hegemonía social duradera. De modo que el laberinto en que está atrapada la izquierda es de doble circuito. Más o menos por las mismas fechas en que Reagan y Thatcher tejían su hegemonía, la izquierda catalana dejó que fuera el nacionalismo conservador el que definiera el campo de juego interior. Y entró en él, sin cuestionarlo apenas, aun a sabiendas de que no le beneficiaba en absoluto. Pero una vez más la lógica de la hegemonía se ha demostrado implacable.

¿Hay salida? ¿O la izquierda sólo puede recortar algunos setos del laberinto con la esperanza de ver la puerta, sabiendo que volverán a crecer? David Held da una receta muy genérica para la izquierda: transparencia, democracia y cuestión social. La transparencia es un arma de doble filo cuando se ha vivido en la hegemonía del adversario con la misma comodidad con que los niños juegan en el parque. La democracia significa también recuperar el nombre de las cosas: detectar y señalar los problemas sin miedo, aunque ello obligue a salirse de las aguas plácidas del consenso. Tengo la impresión de que quien rompa el lenguaje eufemístico tendrá mucho terreno ganado. Y si la izquierda no habla claro, se romperá del lado del populismo antidemocrático. La derecha ya ha enseñado la patita en más de una ocasión. La cuestión social, ¿qué es la izquierda sin ella? Pero hay que salir al encuentro de las necesidades de la ciudadanía y no sólo de los sectores que más peso electoral tienen. De modo que la izquierda catalana se encuentra ante una campaña electoral en la que tiene que lidiar con dos hegemonías adversas: la del fundamentalismo de mercado y la del nacionalismo. Ésta es la razón por la que la próxima elección autonómica todavía se considera incierta. De otro modo, después de 20 años de poder cacofónico convergente, sólo podría esperarse una victoria de la izquierda por goleada. Pero para que las victorias sean seguras es necesario tener un proyecto reformista y una mayoría social a favor del cambio. Si el partido se sigue disputando en un terreno roturado por el adversario, a lo sumo puede aspirarse a una victoria pírrica, que ya es algo porque desde el poder es mucho más fácil trabajar por la hegemonía. Éste es el contexto de la difícil campaña que Maragall tiene por delante.

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