El arte de la no-guerra
El arte de la guerra, de Sunzi, es de esos libros que, como el Daodejing de Laozi, no sólo han sobrepasado en influencia su área geográfica, sino que han sido utilizados -interpretados de las maneras más variopintas y fantasiosas- por gentes tan alejadas del mundo chino antiguo como nuestros jefezuelos de la política y de la empresa y los adalides del todo vale en general. De este modo se venden ejemplares, es indudable, pero también se pierde de vista la esencia de sus enseñanzas y la importancia que tienen en la historia del pensamiento. Se desperdicia asimismo una magnífica ocasión de atisbar algunos de los elementos que siguen constituyendo la mentalidad china a pesar de los milenios que separan esos textos -y sus avatares- de los ciudadanos chinos actuales.
EL ARTE DE LA GUERRA
Sunzi
Introducción, traducción
y notas de Albert Galvany
Trotta. Madrid, 2001
240 páginas. 12 euros
El arte de la guerra, de Sunzi, como muchos libros del periodo preimperial, es de difícil datación. Diferentes teorías lo sitúan en la época de Confucio (siglo VI antes de Cristo) o entre los siglos VI y III antes de Cristo. En cualquiera de los dos casos, la guerra era prácticamente omnipresente en China, y se trataba de una guerra que había dejado atrás el aristocrático comedimiento ritual, la majestuosidad de los ejércitos de paladines desplazándose en pesadas cuádrigas y enfrentándose siempre de cara, para acrecentar espectacularmente sus efectivos reclutando a la fuerza enormes masas de plebeyos, adiestrándolas eficazmente en el combate de a pie y moviéndolas con la fluidez y el sigilo de una serpiente acuática. Se habían acabado las gestas, eran tiempos de guerra total y devastadora. El combate de guerreros se había trocado en rivalidad estratégica entre dos cerebros al mando de sendas huestes anónimas, ya no vistas como sumas de individuos, sino como bloques compactos y demoledores o como masas fluidas, sutiles y escurridizas.
En lo cultural, fue ésa la épo
ca de los grandes maestros de pensamiento, que, preocupados por el horror sin tregua, proponían sus muy diversas recetas para el buen gobierno del Estado y de uno mismo (Confucio, el cultivo de todos los valores que constituyen la bondad del ser humano -para el individuo- y de los que constituyen el ritual -para la sociedad-; Laozi, el regreso a la simplicidad primitiva, la adaptación al curso del universo, el no tener ni crear deseos que agiten la mente e impulsen a los hombres a rivalizar, etcétera). Otros, más pragmáticos, rindiéndose ante la evidencia de la guerra, la teorizaron para, dentro de lo que cabe, convertirla en un mal menos pernicioso -dentro de su fulgurante eficacia- o incluso hacerla desaparecer. Es el caso de Sunzi. Su El arte de la guerra no es un manual general de técnicas que permitan alcanzar sistemáticamente la victoria, sino un 'arte de pensar' la guerra y los mecanismos de la manipulación del ser humano. Enseña, en primer lugar, a no trivializar la guerra; luego a informarse acerca de todo lo que caracteriza al enemigo (su poderío o debilidad, su disciplina o desorden, sus anhelos y temores, las peculiaridades orográficas de su territorio, etcétera) y analizar todo lo que caracteriza al Estado y al Ejército propios, antes de sopesar con extremo cuidado y absoluta frialdad los pros y los contras del proyecto: si el enemigo es claramente superior, no interesa el enfrentamiento; si es muy inferior, la victoria está garantizada sin necesidad de batalla (que es lo ideal para todo el pensamiento chino antiguo); sólo es ineludible el conflicto cuando ambos contendientes son de fuerza y riqueza equivalentes, y sólo entonces tienen sentido las demás enseñanzas del libro: cómo sacar el mayor provecho de los accidentes geográficos y de la disposición de las tropas enemigas; cómo utilizar el espionaje y el engaño sistemático para desestructurar al adversario creándole fisuras sin que lo perciba siquiera; cómo provocar que sea él quien, sin saberlo, nos cree la situación más propicia para vencerlo; cómo conseguir que los soldados propios -masas anónimas de campesinos incultos- resulten mil veces más devastadores que la antigua élite guerrera.
Con todo, Sunzi advierte que estas enseñanzas no funcionan en cualquier ocasión: siempre insiste en que el general, verdadero artífice de todo el fenómeno bélico, ha de mantener su mente constantemente despejada y alerta para percibir los más tenues indicios de cuanto pueda influir en el curso de los acontecimientos, ha de prever cualquier aspecto del devenir para provocar, con la mayor economía de medios posible, que éste le resulte favorable. Eso implica conformarse con total fluidez al terreno y a los movimientos del enemigo. Aquí, Sunzi, como tantos pensadores del periodo preimperial, recurre a la metáfora del agua: 'Del mismo modo que ésta adapta su forma al terreno, el ejército adapta su estrategia de victoria al enemigo'. La idea de que el agua, por su ausencia de forma fija y pese a su aparente inconsistencia, es capaz de destruir hasta las cosas más duras es muy recurrente en todo el pensamiento chino, sobre todo en el taoísmo ('no hay bajo el cielo cosa más blanda y débil que el agua. Sin embargo, en su embate contra lo rígido y duro, nada la supera', Laozi, §78). Sunzi coincide también con un periodo de valoración de las cualidades consideradas tradicionalmente como femeninas (humildad, labilidad, mansedumbre, disimulación, oscuridad, etcétera) frente a las masculinas (arrojo, fuerza, decisión, sinceridad, claridad, etcétera), ya que las 'femeninas' sirven para eludir la rivalidad, anular el conflicto, regresar al origen y asemejarse al curso universal (entre los taoístas); o para engañar al enemigo moviéndose con inescrutable sigilo antes de abalanzarse sobre él y aniquilarlo (en Sunzi): 'Por lo tanto, preséntate primero tímido como una virgen y, en cuanto el enemigo te abra su puerta, actúa rápido como una liebre sin dejarle opción a que se resista'.
Para ello, es importante que reine la cohesión en las tropas, que éstas obedezcan ciega y unánimemente al general. Basta colocarlas en una situación de máximo riesgo para que se conviertan en el adversario más formidable: 'Los introduce en terreno mortal y es así como llegan a subsistir. Coloca a los hombres en dificultades y de este modo convierten la derrota en victoria' o 'lanza tus tropas hacia un lugar sin salida y ya nada temerán'.
Las masas, como suele ocu
rrir en todas partes y épocas, sólo son dignas de consideración, para el señor, como población trabajadora (y consiguiente fuente de impuestos) o, para el estratega, como máquina de guerra o como ganado sacrificable: 'Las tropas son como troncos y piedras rodando, inofensivos cuando están en reposo y peligrosos cuando están en movimiento' o 'el general] es como un pastor que maneja su rebaño de ovejas, de un lado para otro, sin que éstas sepan adónde se dirigen'. En este aspecto, también hay alguna similitud con el taoísmo de Laozi: 'El cielo y la tierra no son humanos, tratan a los seres como perros de paja. El santo no es humano, trata a los hombres como perros de paja' (Laozi §5). El término santo se refería normalmente al rey ideal, pero aquí sería aplicable al general por cuanto éste tiene, en la guerra, un poder absoluto sobre sus tropas; en cuanto a su falta de humanidad, no hay que entenderla como maldad sino como la imparcialidad y la indiferencia de aquél en cuya mente vacía cabe todo. El desapasionamiento es, para el pensamiento chino, esencial tanto en el gobierno como en la guerra: 'El soberano no debe movilizar las tropas movido por la cólera, ni el general acudir al combate movido por el resentimiento. Si bien a la cólera le puede seguir la alegría y al resentimiento la felicidad, el Estado que ha sido aniquilado no recobra la existencia ni los muertos la vida' (Sunzi 12). 'Las armas son instrumentos nefastos, no son instrumentos de hidalgo. Cuando no puede sino usarlas, mejor es que lo haga sereno e imperturbable' (Laozi 31).
Es un libro valioso, no sólo por la lúcida visión que proporciona acerca de los mecanismos del poder y de la necesidad de evitar en lo posible la guerra, sino por la esmerada edición, que incluye un prólogo del sinólogo francés Jean Levi, una extensa y enriquecedora introducción de A. Galvany, su excelente traducción, abundantemente anotada y documentada, apéndices y el texto original en chino. Es, al parecer, la primera versión en castellano de este texto hecha a partir del chino clásico, pero es de esperar que no sea la única. Al igual que los demás libros del pensamiento chino antiguo, resulta imprescindible acceder a dos o más interpretaciones fiables de distintos especialistas para tener una idea cabal de los elementos que conforman la civilización china.
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