Una garganta prodigiosa
Peñas monumentales y grabados del Paleolítico adornan este barranco de la sierra del Ducado, en Guadalajara
El barranco de la Hoz, Linares o Salado es un riacho histriónico con tantas caras como nombres: ora surca rectilíneo los campos como un buen labrador; ora se arrastra oscuro y misterioso como un faquir por una sinuosa garganta de afiladas cuarcitas; ora se vuelve rojo como el ojo de un vampiro al cruzar un cañón de arenisca color sangre.
Añádanse a esta corriente proteica las dos cuevas con grabados prehistóricos que hay a su vera, los tres colosos de roca bermeja que se miran en sus aguas y las cuatro horas de soledad total de quien baja a su lado desde Santa María del Espino hasta Riba de Saelices, y se tendrá una imagen cabal del valle de los Milagros.
A buscarlo vamos por la autovía de Aragón hasta Alcolea del Pinar, encrucijada de importantes caminos -a Zaragoza, a Sigüenza, a Molina...-. Muy cerca de ésta se halla, al sureste, Santa María del Espino, una aldea que está al margen de todas las rutas turísticas -ni es alto Tajo, ni señorío de Molina, ni Alcarria, ni comarca segun-tina-, perdida en el mar de espigas y pinos de la sierra del Ducado.
Tres torreones de roca colorada son los únicos restos de un monte erosionado
Son tierras altas de Guadalajara que antaño fueron del ducado de Medinaceli; tierras que desaguan a través de nuestro valle en el río Ablanquejo poco antes de que éste, a su vez, afluya al Tajo en el hundido de Armallones.
De Santa María del Espino salimos andando por la pista de tierra que nace junto al frontón, en la misma plaza del pueblo, y al poco nos desviamos por otra a la derecha para descender suavemente, sin extravío posible, por un amplio valle de cabellos cereales que riza el viento, tiñe de rubio el sol y peina con raya en medio nuestro riacho. Así hasta que, a media hora del inicio, el valle se comprime de súbito en una hoz de roja arenisca, uno de cuyos primeros recodos finge la proa de un barco. Aquí se halla la cueva de la Hoz, que está cerrada con llave para proteger de los modernos neandertales los pictogramas e incisiones parietales paleolíticos del interior.
Poco más adelante, la pista, muy deteriorada ya, invita a subir a la izquierda por un barranco lateral, el de la Solana Grande, pero nosotros continuamos aguas abajo por una senda saltarina, que nos obliga a vadear -sin ningún esfuerzo, la verdad- el riacho una y otra vez. Y es que, en un nuevo alarde de transformismo, el curso se torna de sopetón una sucesión frenética de meandros dentro de una garganta angostísima y entre pinas laderas de 200 metros de altura, salpicadas de fresnos, arces, quejigos y grises pedrizas de cuarcita y pizarra, un decorado más propio del macizo de Ayllón o de los montes de Toledo que de estas vecindades del alto Tajo.
Otra mudanza repentina se verifica a unas dos horas del inicio, cuando el río emboca un nuevo cañón de arenisca, cuya entrada guardan, a mano izquierda, los mentados colosos: tres solitarios torreones naturales de roca colorada, de unos 25 metros de altura, únicos restos de un monte que la erosión ha dejado en los puros huesos, un poco como las mesas y pináculos de Monument Valley que salen en todos los westerns.
Se trata del puntal del Milagro, que afecta cierta forma cilíndrica, la peña Eslabrada, más puntiaguda, y el puntal del Canto Blanco, que queda algo apartado hacia el noreste, casi oculto por los pinos, que aquí vuelven a proliferar. En este punto aparece nuevamente una pista de tierra que nos acompaña durante otra hora -y van tres- hasta el final del barranco, en cuya salida, arriba a la izquierda, bajo las ruinas de una atalaya árabe del siglo X, abre su boca la cueva de los Casares.
Dentro, hay grabadas 170 figuras antropomorfas y de animales -caballos, toros, rinocerontes, ciervos, felinos, peces...- de entre 15.000 y 25.000 años de antigüedad, anteriores incluso a las pinturas de Altamira.
Fuera, como pintada en lontananza, está Riba de Saelices, al fondo de una vega por donde el río corre recto y mansurrón como si no hubiera roto nunca una piedra ni atravesado un cañón.
El guardián de la cueva
- Dónde. Santa María del Espino (Guadalajara) dista 140 kilómetros de Madrid. Se va por la carretera de Barcelona (N-II) hasta Alcolea del Pinar, y luego, por la N-211 (dirección Molina de Aragón), hasta Aguilar de Anguita, donde hay que desviarse siguiendo las indicaciones viales hacia Anguita y Santa María del Espino. - Cuándo. Primavera y otoño son las mejores épocas para dar este paseo de 14 kilómetros -sólo ida- y unas cuatro horas de duración, con un desnivel nulo -es todo de bajada- y una dificultad media-baja. Si no disponemos de un vehículo de apoyo al final del recorrido y no deseamos andar otros 14 kilómetros de vuelta, podemos limitar la excursión a la primera mitad -de Santa María del Espino a los puntales-, que es con diferencia el tramo más bello. - Quién. Emilio Moreno, de Riba de Saelices, es el guarda de la cueva de los Casares; para visitarla, llamar al tel. 949 30 40 06. José Luis Cepillo, Francisco Ruiz y Juan Madrid son los autores de Andar por cañones y barrancos de Guadalajara, guía de la Editorial La Tienda, en que se describen ésta y otras rutas por la zona. - Y qué más. Cartografía: hoja 23-19 del Servicio Geográfico del Ejército, o la equivalente (488) del Instituto Geográfico Nacional.
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