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Columna
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España dedocrática

Algunas personas miran siempre a los demás a los ojos, que para unos son la lámpara del cuerpo y para otros son el espejo del alma; hay gente que prefiere fijarse en el tono de voz, en la manera de caminar o en la boca de los otros para descubrir la verdad sobre la mujer o el hombre con el que hablan, esa verdad imborrable que puede estar escrita en unos labios tensos, dulces o cínicos, labios que tiemblan o son mordidos por los dientes inquietos del mentiroso. Yo siempre me he fijado, antes que nada, en las manos de las personas y, especialmente, en sus dedos: las manos demasiado blandas o demasiado imperiosas con que te saludan, los dedos que se crispan sobre una cuchara, tamborilean sobre el mantel, se ponen rígidos al sujetar un cigarro o se transforman en cosas mientras nos hablan: dedos-araña, dedos-anzuelo, dedos-estrella de mar... Siempre que he conocido a una persona a la que admirase, también me he fijado en sus dedos: los dedos desconfiados de Bob Dylan y de Octavio Paz, los dedos tímidos de Rafael Alberti, de Paul McCartney y de Leonard Cohen, los dedos firmes de Jaime Gil de Biedma y de Keith Richards, los dedos marcianos de Julio Cortázar...

En el mundo de la política, que por lo general es un mundo competitivo, teatral, soberbio y mal educado, los dedos se han convertido en algo muy importante. No hay que explicar la trascendencia de los dedos en lo que respecta a la teatralidad, tan decisiva en un debate parlamentario, esos dedos con que los ministros o diputados hacen signos para afirmar sus teorías o desacreditar las de los rivales; tampoco hace falta detenerse en el asunto de la competitividad, que se revela claramente en las épocas electorales, en esas fotos tomadas en los mítines o al pie de las urnas en las que aparecen los dedos pulgares hacia abajo o hacia arriba, los dedos que forman el gesto de la victoria, se abren en la mano de la esperanza o se crispan en un puño amenazador. Pero sí hay que pararse en los asuntos de la soberbia y la mala educación. Lo de la mala educación debe venir de América, donde los presidentes imitan una y otra vez, hasta la náusea, el gesto típico del Tío Sam, ese gesto de los carteles de reclutamiento: 'Tú. Es a ti a quien estoy hablando. La patria te necesita. No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti, sino qué puedes hacer tú por Norteamérica'. Da lo mismo de qué presidente se trate, Kennedy, Nixon, Carter, Clinton o los dos Bush, todos hacen lo mismo, se bajan de un avión o aparecen en un estrado, ponen la sonrisa en diagonal y apuntan con un dedo lleno de optimismo y confianza a la prensa, a uno de sus consejeros o a la multitud: '¡Eh, tú! ¿Cómo te va? Es a ti a quien estoy sonriendo'. En España, el presidente Aznar es el rey de los dedócratas, aunque yo creo que su maestro no es ningún presidente de los Estados Unidos, sino Borís Yeltsin, que le impactó aquel gesto televisivo de Yeltsin con el que obligó a Gorbachov a doblegarse a él ante toda la Unión Soviética. ¿Lo recuerdan? Ése es el dedo con el que Aznar señala a los candidatos de la oposición desde lo alto de las escaleras de La Moncloa; es el dedo con que señala algo a otro presidente de la Unión Europea en las fotos de grupo, para realzar su imagen, o el dedo con el que amonesta a los líderes sindicales. El dedo del líder, del número uno. Claro que los otros ya se han aprendido el truco y ahora todos aparecen levantándole el dedo a todos, negándoles algo, ordenándoles algo, poniendo los puntos sobre las íes.

El otro dedo, el de la soberbia, lo practican también otros políticos afines a la dedocracia, que es una democracia en la que los otros no opinan. En Madrid sucede a menudo, sobre todo en lo que respecta a las decisiones sobre la estética de la ciudad. El alcalde pone y quita a su antojo, señala con su dedo desde el coche oficial, pónganme aquí una escultura, córteme esos árboles, allí me van a abrir un túnel... Ahora dicen que piensa volver a colocar la estatua de La Violetera, aquella que no le gustaba a nadie, en la calle de Alcalá o en Recoletos. Porque sí y caiga quien caiga. A dedo y por encima de la presunta comisión asesora que nunca se ha llegado a poner en marcha, qué pasa, a mí me gusta el chotis, la zarzuela y el cuplé. Mala cosa eso de despreciar el consenso, taparse los oídos y reducirlo todo a una dedocracia: uno puede terminar pillándose los dedos. Hay que mirar los dedos de la gente: a veces, son el extremo visible de su alma.

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