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Columna
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Bloom

'Soy crítico literario profesional, pero sólo estudiante aficionado de lengua y literatura catalanas', confesó Harold Bloom (Nueva York, 1930) cuando el pasado marzo recibió en Barcelona el Premi Internacional Catalunya 2002. Defensor combativo del genio literario y la individualidad creadora frente a los excesos del historicismo y la ideología, el autor de El canon occidental habló en aquel discurso elogiosamente de dos novelas, Històries naturals, de Joan Perucho, y La plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda; comparó las peripecias de la literatura catalana y la judía (glosó su 'clara analogía' en la lucha por mantener la propia identidad), a partir de ejemplos de Salvador Espriu, J. V. Foix y Ramon Llull, y, después de confesar que se aproxima a esas letras a través del provenzal y el italiano, con la ayuda de un buen diccionario, prometió: 'espero, en los años que me quedan, poder absorber como es debido la lengua y la literatura catalanas'. Precisamente con motivo de ese premio y de ese compromiso, el crítico norteamericano ofrecerá esta tarde una conferencia en la Universidad de Valencia, lo que no deja de ser una grata noticia. Más si tenemos en cuenta que Bloom incluye en su inmensa avidez literaria autores clásicos valencianos y modernos, a quienes ha podido leer en las 'sólidas traducciones' de un compatriota citado explícitamente en su discurso: el difunto David H. Rosenthal, aquel neoyorquino aficionado al jazz que trasladó al inglés en 1984 Tirant lo Blanch con un éxito notable de difusión en Estados Unidos y que, con Mario Vargas Llosa y su Carta de batalla por Tirant lo Blanc de 1969, tal vez sea quien más ha hecho por la proyección internacional de nuestro libro canónico. Recuerdo ahora a Rosenthal un día de 1985, en mi viejo Seat 850 camino de Gandia, donde le esperaba una cálida y masiva acogida, intentando vencer el estupor que la víspera había sentido al ser insultado y maltratado por varias decenas de anticatalanistas en la Lonja de Valencia que le obligaron a suspender su charla. El ignominioso episodio se pierde en las nieblas del pasado, pero el trabajo de Rosenthal perdura y fructifica. Aquí está Harold Bloom para atestiguarlo.

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