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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Estrategias de 'best seller'

Los libreros conocen de sobra (y temen) a ese furtivo personaje que es el Autor Ansioso. Hábilmente disfrazado de cliente normal, el autor ansioso se dedica a vagar por la tienda buscando sus propios libros, regañando a los dependientes por no tenerlos en existencias o reorganizando por su cuenta los estantes para hacer que resalten más. En ocasiones compra uno o dos ejemplares, en la simpática creencia de que a esa pareja pionera muy pronto la seguirán otras. Impulsado quizá por tales supersticiones, David Vise -periodista y ganador del Premio Pulitzer- compró recientemente no unos cuantos, sino casi 20.000 ejemplares de su última obra, The Bureau and the Mole. Este gesto podría interpretarse como una forma tal que otra cualquiera de llevar demasiado lejos la ansiedad del autor, pero lo cierto es que Vise no compró esos libros para su exclusivo solaz y disfrute. Generoso a más no poder, decidió compartir su obra con el gran público 'regalando' ejemplares firmados en su página web. La actuación de Vise (complicada por una laberíntica estrategia financiera que suponía jugosos descuentos por comprar en grandes cantidades y envío gratuito por parte de la librería on-line línea Barnes & Noble; unos beneficios estimados enormes y, por último, la ventaja añadida de los precios especiales que aplican los libreros a las novedades editoriales y a los títulos de venta más rápida) merece un momento de consideración.

Whitman promocionó sus Hojas de hierba mediante entusiastas reseñas redactadas por él mismo
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Aunque unos días antes de la juerga consumista del señor Vise el susodicho título ya figuraba en la lista de best sellers de The New York Times, sin duda esos 20.000 ejemplares promovieron su aparición en otras listas de libros más vendidos. Cuando le preguntaron el porqué de su actuación, Vise se limitó a declarar: 'Mi objetivo era dar a conocer The Bureau and the Mole'.

El señor Vise no es el primer autor que idea estrategias para conseguir que su libro se lea. Parece ser que el término best seller lo acuñó en 1889 el desaparecido periódico Kansas Times & Star, pero sin duda el ideal ya había arraigado en nuestra psique miles de años antes: en el siglo I, el poeta Marcial se jactaba de que Roma entera había enloquecido por un libro suyo; aunque desconocemos qué métodos empleó para lograr, en sus propias palabras, que los 'lectores tarareen sus versos y se apile en los comercios'. Más próximo a nosotros, Walt Whitman promocionó sus Hojas de hierba mediante entusiastas reseñas redactadas por él mismo. Georges Simenon prometió hacer publicidad de sus nuevas novelas policíacas sentándose a escribirlas a máquina en el escaparate de unos grandes almacenes. Por una suma considerable, la novelista inglesa Fay Weldon accedió a incluir en su última novela el nombre comercial Bulgari. El joven Jorge Luis Borges deslizaba ejemplares de uno de sus primeros libros en los bolsillos de los abrigos que los periodistas dejaban colgados en la sala de espera del diario. En 1913, D. H. Lawrence escribió a Edward Garnett lo siguiente: 'Si Hamlet y Edipo se publicaran hoy, no se vendería más de un centenar de ejemplares, a menos que los promocionaran'.

Y sin embargo, comparadas con el alarde del señor Vise, esas antiguas campañas de promoción parecen vulgares escaramuzas; menos escandalosas que divertidas y más divertidas que eficaces. En una época en la cual los editores ya no son aquellos entusiastas de antes, inclinados a ejercer de comadrones en el parto de los libros, sino unos gerentes responsables de unas empresas englobadas dentro de otras empresas que se ven forzados a competir bajo el mismo techo por el espacio y los beneficios; en una época en la que los autores (con unas pocas excepciones pynchonianas) han dejado de ser escritorzuelos aislados y anónimos tocados por la musa para convertirse en una suerte de cómicos de la legua, que se patean el país para llenar las tertulias televisivas vespertinas y servir de muñecos parlantes en las demostraciones sindicales; en una época en la que tantos libros no son (como deseaba Kafka) 'el hacha que rompa la mar congelada en nosotros', sino más bien productos precocinados y ultracongelados (como The Bureau and the Mole), preparados en el despacho de algún agente con el fin de satisfacer la lascivia actual del público; en una época semejante, ¿por qué habría de sorprendernos que se aplique a los libros una 'estrategia de mercadotecnia creativa' (tal como la califica el señor Vise)?

Nosotros, que no somos actores ocasionales como el señor Vise, constituimos la paradoja. En una ocasión, cuando Sam Goldwin negociaba con George Bernard Shaw la compra de los derechos de una de sus obras, el magnate del cine manifestó su sorpresa ante el importe exigido. Shaw le respondió: 'El problema, señor Goldwyn, es que a usted sólo le interesa el arte, mientras que a mí sólo me interesa el dinero'. Al igual que Goldwin, exigimos que todo lo que hacemos produzca dividendos, y al mismo tiempo nos gusta pensar que la actividad intelectual debería verse libre de preocupaciones materiales; estamos de acuerdo en que los libros se compren, vendan y graven como cualquier otro producto industrial, y sin embargo nos resulta ofensivo que nuestras obscenas tácticas comerciales se apliquen a la prosa y a la poesía; somos dados a admirar los últimos éxitos de ventas y a hablar de 'el tiempo de conservación' de los libros, pero nos disgusta descubrir que la mayoría de ellos no son más inmortales que un huevo. La historia del señor Vise es aleccionadora; hace mucho ya que el autor Hilaire Belloc engastó su moraleja en estos versos: 'Quiera Dios que mi epitafio / Rece, en lugar de honores: / 'Sus pecados fueron muchos / Pero también sus lectores'.

Traducción de Pablo Ripollés Arenas.

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