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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

La segunda víctima

Marcos Ordóñez

Uno. Las obras que más me seducen son las que contradicen mis expectativas o mis prejuicios, y los personajes que más me conmueven son los protagonistas secretos: aquellos que crecen inesperadamente, sorprendiéndose a sí mismos con sentimientos y acciones que no preveían. Ésa es, para mí, la señal inequívoca de que relato y personaje están vivos, porque siguen las pautas de la vida: el azar, la sorpresa, las pulsiones ocultas, las sacudidas de la pasión. En La señorita de Trevelez, la obra maestra de Arniches, el protagonista secreto es Don Gonzalo, el hermano de Flora. Ella vive, ajena, en su propia ficción de dama enamorada, pero nosotros sufrimos con él, porque es dolorosamente consciente de la ficción que ha inventado para apuntalar el mundo irreal de su hermana: es la segunda víctima, y su padecimiento es más conmovedor porque no lo esperábamos y porque lo vemos crecer en escena.

Ángel Guimerá, como Arniches, es un autor 'mal visto' por la seudomodernidad, porque también trabajaba con materiales 'sospechosos': el costumbrismo y el melodrama al servicio de la emoción. La filla del mar, estrenada en 1899 por la compañía de María Guerrero y Díaz de Mendoza, se representa en estos momentos, con gran éxito de público, en el Nacional de Barcelona. Se ha vuelto a hablar, sin embargo, de obra menor y de 'teatro de alpargata': quizá haría falta una operación similar a la efectuada por David Mamet con El caso Winslow, del despreciadísimo Terence Rattigan, para que más de uno se percatara de la gran sabiduría humana y escénica de Guimerá como constructor de emociones.

El objetivo de Guimerá siempre fue ensanchar el corazón de su público: no buscaba juzgar sino comprender, y en eso reside su grandeza esencial como dramaturgo, por encima de algunas imperfecciones formales. A priori, La filla del mar parece articularse sobre el mismo precepto de complicidad emocional de Terra baixa: el inocente en un entorno hostil, víctima propiciatoria de un conflicto de intereses. Ágata, la 'hija del mar' es, como Manelic, un corazón puro. Asexuada, semisalvaje, marcada por sus orígenes ('hija de moros') en la comunidad marinera que la acogió, servirá de tapadera a los amores secretos entre Mariona, la hija del rico del pueblo, y Pere Màrtir, la sorprendente segunda víctima del relato, tan outsider y estigmatizado como Ágata. Pere Màrtir, arquetipo del seductor, del robanovias, es el verdadero objeto de deseo del drama. Por amor a Mariona, aceptará seducir a Ágata, pero se enamorará total y absolutamente de ella. La comunidad, que jamás ha aceptado a 'la extraña', tampoco puede asumir el súbito amor loco de Pere Màrtir, pues se sale del arquetipo. Los celos de Caterina, antigua amante despechada, serán el motor de la cadena de recelos y malentendidos que infecta y destruye a la pareja.

Más allá de su tema superficial -la crónica del racismo latente en un microcosmos cerrado-, la potencia de la obra radica en ese desplazamiento de la empatía del espectador, que descubre la pasión y los sentimientos de Pere Màrtir (nunca un nombre fue más premonitorio) al mismo tiempo que el propio personaje: su tragedia es mucho más terrible, porque Ágata sufre, sin comprender,ignorante del complot, y Pere Màrtir sufre comprendiendo, con plena conciencia de sus actos.

Dos. Tan notable es el hallazgo y tan conmovedor el segundo drama que La filla del mar constituye un verdadero bombón envenenado para cualquier actriz protagonista. La última vez que se montó la función -en el 1992, dirigida por Sergi Belbel-, Ágata era la estupenda Anna Güell, pero el espectáculo fue la rampa de lanzamiento de Pere Arquillué. En el actual montaje de Josep Maria Mestres no sucede lo mismo pero casi: Helena Fortuny (Ágata), que hasta ahora sólo había hecho pequeños papeles, se revela como una actriz a tener muy en cuenta; todavía algo carente de presencia escénica, pero supliendo su falta con una interpretación poderosa y entregadísima, mientras que el rol de Pere Màrtir supone la consagración de Joan Carreras, uno de los actores jóvenes más versátiles de Cataluña. A los que aplaudieron su furioso Aaron de Titus Andrònic les costará reconocerle aquí haciendo gala de una vulnerabilidad extrema, muy en la línea del primer Christopher Walken. Del amplio reparto hay que destacar a Marta Marco (una Mariona más maggiorata que nunca), a la sulfúrica Rosa Vila, a la que no veíamos desde La casa de Bernarda Alba, convirtiendo a Catarina en un feroz Yago con faldas, y al sobrio y humanísimo Baltasar de Jaume Bernet. Josep Maria Mestres ha ambientado la acción en la posguerra, jugando a un cierto neorrealismo que choca con la tendencia al cromo de alguna escena, como una procesión marinera perfectamente prescindible, pero guiando con mano muy firme las riendas de la emoción.

La gran dificultad de cualquier puesta en escena de La filla del mar es que, para entendernos, ha de arrancar en la línea del Renoir de Toni y culminar como Ruby Gentry, de Vidor, sin perder en ningún momento la toma de tierra ni perderse por vericuetos simbólicos. La principal baza del espectáculo es la sensualidad a flor de piel, la química entre los protagonistas, que eleva el voltaje de su pasión fatal en un crescendo perfecto, para rematar la función con un estallido de amor y muerte (un asesinato y un suicidio) que, pese a su desmesura, se producen ante nuestros ojos con la precisión irremediable de un teorema.

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