Motores de antimateria para navegación interestelar
'Un kilómetro', dijo el Capitán. 'Dos... Tres... Cuatro...'. Los campos de contención retrocedieron al aumentar la aceleración. La nave vibró ligeramente al traspasar la barrera del sonido. 'Seis... Ocho... Diez... Cohetes en marcha'. El sonido de los motores cambió al pasar a modo impulsión. 'Quince... Veinte... Veinticinco. Aumento del flujo de antimateria'. El rugido amortiguado de los motores aumentó con el suministro de antimateria, que dobló, triplicó el empuje de los cohetes. La colonización de otros mundos pertenecientes a otros sistemas solares -un reto para la humanidad y acaso un deber como especie- pasa por el diseño de naves espaciales veloces, que permitan realizar la travesía en la limitada escala de tiempo de la vida humana. Y a un precio viable. Ahí es nada. La industria aeroespacial ha trabajado denodadamente en el diseño de prototipos que cumplan ambas condiciones: para alcanzar las estrellas más próximas en una escala de tiempo razonable se requieren velocidades de crucero mínimas del orden de 0,1c -un 10% de la velocidad de la luz-. Para ello, y para minimizar el coste de la misión, deberían emplearse combustibles cuya transformación en energía fuera eficiente. El proceso más eficaz se obtiene en la aniquilación entre materia y antimateria. Tal y como describíamos en esta misma columna la pasada semana, en la colisión entre una partícula y su correspondiente antipartícula se libera una ingente cantidad de energía: toda la masa involucrada se transforma en energía, con una eficiencia del 100%. Así, la aniquilación de un gramo de antimateria proporciona tanta energía como la fusión de cinco quilogramos de plutonio.
Mucho antes que Robert L. Forward y su relato Turn Left at the Moon (1987), con el que empezábamos este artículo, vieran la luz, el posible empleo de motores de antimateria para la navegación interestelar había sido ya concebido por el ingeniero alemán Eügen Sänger en la década de 1950. En la época, sólo había sido descubierta experimentalmente una antipartícula: el positrón (o antielectrón). Sänger no tardó en concebir una nave impulsada por los fotones producidos en la aniquilación electrón-positrón, diseño que por desgracia resultó completamente inoperante: los fotones producidos en la aniquilación son emitidos aleatoriamente en todas direcciones y al tratarse de entidades eléctricamente neutras no había forma fácil de redirigir su curso hacia las toberas de salida, para impulsar la nave en una dirección determinada.
En 1955, el físico Emilio Segrè y sus colaboradores en Berkeley (California) descubrieron una segunda variedad de antimateria: el antiprotón. La aniquilación protón-antiprotón resulta mucho más compleja: no sólo se emiten fotones de altísima energía sino un amplio espectro de partículas que incluye tres piones dotados de carga eléctrica y dos piones neutros. Los piones cargados son inestables y se desintegran con una vida media de sólo 28 milmillonésimas de segundo, pero pueden manipularse adecuadamente por medio de campos electromagnéticos y orientarse convenientemente. Sin embargo, en el proceso se emiten también neutrinos, partículas de muy débil interacción con la materia, que se llevan el 50% de la energía disponible. Así, en el mejor de los casos podría pensarse en naves impulsadas a 0,5c. Para ello, sería necesario dotar dichas naves con algunos kilogramos de antimateria, requisito que desgraciadamente está todavía lejos de alcanzarse con la tecnología actual.
Tecnología que, a la vista del reciente análisis realizado por el físico Michael Harris, parece resistirse a más de una forma de vida extraterrestre: su infructuosa búsqueda de emisiones gamma correspondientes a la aniquilación protón-antiprotón en presuntas naves espaciales alienígenas, excluye la presencia de naves espaciales equipadas con motores de antimateria en un radio de 10 unidades astrónomicas de distancia (o sea, 10 veces la distancia entre la Tierra y el Sol).
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