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VISTO / OÍDO
Columna
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La vergüenza no existe

El país donde la vergüenza no existe, titulaba uno de sus libros un moralista popular, Alberto Insúa. Lo describía como un paraíso sexual. Es decir, la supresión de la vergüenza como una conquista: abajo el pudor. Me quedé conforme, de niño, con aquella inútil propuesta. Ahora utilizo la frase en el sentido contrario: en este país, donde se han hecho algunas de las conquistas de aquel tipo, se ha perdido la vergüenza económica, la ética del comportamiento. Grandes banqueros, ilustres jueces, obispos, arzobispos y curas ofrecen ejemplares voluptuosos, montaraces y estafadores. Escritores se pasan de filas para cobrar más o para agradecer lo cobrado a cuenta. Sin embargo, todos defienden una moral rígida y se fingen campeones del orden, de la ley, y utilizan las palabras democracia, libertad y constitución con la misma soltura con que ya las utilizó Fernando VII, bravo ejemplar del político corrupto y desleal.

Hago la cita de aquel individuo con su manto de armiño y el cetro en la mano -símbolo fálico, pero también de la porra de pegar- para defenderme a mí mismo de la creencia de que estos tiempos son especialmente peores que otros. Cada vez que leo libros de costumbres de otras épocas, de otras sociedades, encuentro reflexiones sobre la pobreza mental e intelectual de su tiempo y su país. 'Que el mundo es horrible es una verdad que no necesita demostración', escribió Ernesto Sábato en 1964, y lo recordaba ayer (aquí) José Andrés Rojo. La palabra 'mundo' es errabunda: no sé si se refiere a la 'bola del mundo', como decíamos los niños del principio del siglo pasado, o si es 'el universo mundo': el cosmos, el espacio desconocido. La naturaleza es, efectivamente, horrible, con los seres devorándose unos a otros para regocijo de la National Geographic (CSD, 33); y algo que asombra más es la intelectualidad ecológica sosteniendo que es todo un orden imprescindible que hay que mantener. Una forma de sustituir a la Providencia y al sentido religioso de la Creación.

Pero eso es echar balones fuera: se trata de aquí y ahora. Lo vergonzoso se oficializa, se convierte en leyes: duras contra los inmigrantes, los jóvenes, los pensionistas, los trabajadores, la sexualidad, mientras se pudren los estamentos que tienen en su base la administración de la moral. El país donde la vergüenza no existe es ahora el país de los sinvergüenzas.

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