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Columna
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La filología de Salem

Anoche tuvo un sueño. Y anteanoche. Todas las noches de esta semana, el cronista tuvo un sueño. siempre el mismo sueño. El cronista soñó que la primavera había llegado, en medio de un temporal de meteoros y admoniciones, pero a reventar de polen, alergias y semifascistas. Era un sueño muy bien administrado y hasta pedagógico. Alguien, a quien el cronista no pudo identificar, colocaba cada cosa en su sitio y a cada político en su rincón. Y explicaba a sus discípulos que había políticos virtuosos, y otros que se consumían en la corrupción. A los políticos virtuosos los situaba a su derecha, muy aseados y sufridos, pero libres de las tentaciones del marketing; a los políticos con el estigma de la trama organizada, en una izquierda de lodo y descrédito. Luego, enseñaba a los jóvenes cadetes cómo dar lustre a una política, que los malos habían deslucido, mientras les hablaba mansamente de lo efímero del cargo, de la magnificencia del vuelo y de la mezquindad de la oposición. El cronista se despertó fugazmente, cuando aquella sombra se encabritó y lanzó una serie de improperios contra los endemoniados. Recuperado el sueño, le pareció que gritaba: si serán necios que sólo han llegado a alcanzar una apariencia de semifascismo. Porque el fascismo nos pertenece, sin necesidad de airearlo, advirtió; pero es nuestra inspiración, un tesoro que debemos mantener oculto, porque no solo es la herencia de nuestros predecesores, sino una fuente de poder y pasta gansa.

El sueño se permitía licencias y anacronismos inquietantes. El cronista asistió a la captura de Arthur Miller por los cazadores de brujas de Salem, capitaneados por aquella sombra alargada, que con un vigor y una agilidad insospechados, aprovechaba la hoguera para quemar, junto a las adolescentes condenadas por hechicería, a los infelices poseídos por el espíritu inmundo de la filología catalana, que en pura demonología no era si no la encarnación misma del insolente Drachus. Convencida de qui movit veritatem, movit aeternitatem, la intrépida sombra que se fortaleció en la caída del muro de Berlín, se propuso la hazaña de eliminar de su reino, cualquier perversa ideología. A nosotros, continuaba predicando, nunca nos ha ensuciado ningún asunto turbio, por más que la maledicencia de los miserables haya pretendido salpicarnos de podredumbre. Y seguidamente, muy enfervorizado, exaltó las voces angélicas de Julio Iglesias y Jaime Morey, el martirologio iniciado por Naseiro y Cartagena, y la gesta de Maruja Sánchez sólo comparable a la de la doncella de Orleans. En un ataque de patrioterismo, la sombra descendió a los secretos subterráneos de sus cuarteles, donde se conservan los modelos más depurados de la estirpe, y a martillazos pulverizó la efigie de un colega francés, por su clamorosa derrota. Construiremos otro más enérgico y decidido, afirmó.

Esta mañana, muy temprano, el cronista ha salido a la calle, a darse un sosegado paseo. La ciudad estaba solitaria y silenciosa. De camino, se ha tomado dos cafés y ha reflexionado acerca de la recurrencia de aquel sueño, en tanto se cercioraba de que todo seguía igual que ayer. Más que un sueño ha sido una pesadilla, ha concluido. Una pesadilla épica. No, más que épica, hípica. Por lo desbocada.

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