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Columna
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Bajar al infierno

Antonio Elorza

El penoso episodio del éxito electoral de Le Pen ha sido analizado básicamente desde la perspectiva del progreso de la extrema derecha en Europa. Es un enfoque justo, pero que deja fuera de campo otra cuestión política no menos importante: el desconcierto de la izquierda. Y no es que Jospin haya sido un ejemplo de pensamiento único ni que su gestión fracasara: acometió reformas arriesgadas y significativas, tales como la jornada de 35 horas, el salario para los jóvenes o una moralización que buena falta hacía en la gestión de los asuntos públicos. Su campaña fue mala, entre otras cosas porque fue siempre el hombre menos adecuado en la escena política francesa para hacer su oferta en términos de marketing. Pero, sobre todo, el desastre fue debido al festejo suicida a que se entregaron sus socios en la Izquierda plural, presentando candidaturas como si se tratara de unas primarias donde el enemigo a batir era el primer ministro saliente y no existieran candidatos de derecha y extrema derecha. ¿Qué pintaba Chevènement sosteniendo su presencia hasta el final cuando carecía ya de toda posibilidad? Hubiese bastado con un comportamiento juicioso de la candidata radical de izquierda, que recibió 600.000 votos, cuando la diferencia entre Le Pen y Jospin fue inferior a 200.000, para que todo quedara en un buen susto. La lección es doble: la cohabitación resulta perniciosa para un primer ministro en la carrera presidencial y la desunión de la izquierda razonable lleva inexorablemente a su derrota.

La enseñanza anterior concierne sobre todo entre nosotros al PSOE, con sus pugnas internas, pero, como ya se ha destacado por algunos comentaristas, la ausencia de extrema derecha en nuestro espectro político no elimina el riesgo de ese progresivo descenso hacia los infiernos que ha emprendido en las dos últimas décadas el electorado francés. En primer término, porque como ocurriera en la Alemania de los años veinte, el fascismo pasa por un periodo de incubación en que resulta minusvalorado dado que su expresión electoral resulta mínima. Por lo que nos toca, cabe de este modo ignorar la violencia impune con que se manifiestan los grupos fascistas acogidos al sagrado de los clubes de fútbol o las muestras cada vez más palpables de que un sector de la opinión piensa que el problema de la inmigración se resuelve a golpes de discriminación y de rechazo. Bastaría un periodo de crisis económica, como ocurriera en Francia entre 1981 y 1983, para que ese respaldo subiese en flecha, con el agravante de que tal vez en España ni siquiera sea preciso la formación de grupos de extrema derecha, dado que los criterios propios de ésta pueden convertirse en patrimonio del Partido Popular. Las declaraciones en torno a la inmigración y el rechazo tajante del multiculturalismo y la obsesión antiterrorista por parte de Aznar no auguran nada bueno. Pudo observarse esta tendencia en el reciente debate con camisa de fuerza que La 2 organizó sobre Le Pen: el portavoz popular, amén de exhibir esa mezcla de pretendida elegancia y estilo hortera propia de la casa, se limitó a atacar a los socialistas franceses de forma primaria y a ensalzar la receta de su partido sobre la inmigración, como si no se tratara de una cuestión de Estado que requiere un máximo de debate y de consenso entre los partidos democráticos.

Los análisis sobre el ascenso imparable del lepenismo en espacios políticos antes democráticos, tales como el municipio ex socialista de Vitrolles, conquistado en su día por el matrimonio Megret, muestran que esa conquista de la opinión encuentra una ayuda inestimable en las concesiones de los grupos democráticos a la demagogia de la extrema derecha. Es lo ocurrido con la puja en torno a la inseguridad aceptada por Chirac como si fuera el gran problema de Francia. Inseguridad e inmigración se convierten así en los dos campos privilegiados para que se produzca el deslizamiento de la conciencia democrática hacia la intolerancia. Y la responsabilidad es aquí general. Si como en Premià de Mar la presencia de inmigrantes es contemplada, y con una Administración socialista, bajo el prisma de la discriminación, al serles impedida la construcción de su mezquita en el centro urbano, dando por sentado que ellos o su religión son unos indeseables, el proceso de degradación estará garantizado, con o sin un Le Pen en nuestro país.

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