Le Pen contra Europa
Los carteles que exhibían un 'Non' mayúsculo con que muchos eurodiputados acogieron a Le Pen en la sesión última del Parlamento Europeo expresaban gráficamente un rechazo político al causante del terremoto político francés, que venía precedido de un serie de seísmos anunciadores. Austria, Italia, Dinamarca, Portugal y, ahora mismo, los signos preocupantes en Holanda, están siendo interpretados por políticos y comentaristas como una reacción popular de rechazo a la evolución y el ritmo de la construcción europea, y a la vez como muestra del agotamiento del modelo socialdemócrata, dominante en la Unión en el periodo más reciente. Dos interrogantes que merecen reflexión, no sólo para comprender fallos y errores, sino sobre todo para encontrar respuestas a los desafíos internos y externos con que nos enfrentamos.
En relación con la primera cuestión, es innegable que hay una serie de rasgos comunes en los mensajes que mandan muchos electores, al expresar un voto de castigo, mezcla de resaca y angustia teñida de acentos populistas, al considerarse perjudicados o dejados en la cuneta por unas transformaciones que no son sólo fruto del voluntarismo europeísta. Ciudadanos -significativamente más hombres que mujeres- que, según los análisis electorales, proceden de capas populares, predominantemente trabajadores no cualificados, pequeños empresarios, autónomos o parados, y que a menudo eran votantes tradicionales de la izquierda, como lo manifiesta la hecatombe del Partido Comunista Francés. Los elementos principales de los mensajes son un repliegue en la propia identidad, con acentos xenófobos - no frente a los vecinos europeos. como en la década de los treinta, el rechazo se concentra en los inmigrantes extracomunitarios-, aunque se afirme la primacía del derecho de sangre como factor esencial de nacionalidad, sin que importe que uno de los lugartenientes destacados de Le Pen en el Parlamento Europeo sea un Martínez. hijo de españoles, y ello, en un momento en que el canciller Schröder ha cambiado la concepción étnica tradicional de la ciudadanía alemana por el derecho del suelo, lo que ha permitido acceder a la ciudadanía a varios millones de personas.
En lo económico, una vuelta al proteccionismo elaborada de modo particular en el caso del Frente Nacional francés, con la apelación a la preferencia nacional para el trabajo y la producción e incluso una salida del euro, que pondría a Francia en la vía de la argentinización. Propuesta esta última que contrasta de modo manifiesto con la aceptación masiva y decidida de la moneda única por parte de los ciudadanos de los 12 países miembros. El populismo se sintetiza de modo insuperable en la frase de Le Pen en la que se define como 'económicamente de derechas, socialmente de izquierdas, nacionalmente de Francia', que algunos consideran un plagio de otra pronunciada por Adolf Hitler; para muchos españoles de mi generación tiene el soniquete familiar de 'ni capitalismo, ni socialismo, sino todo lo contrario'. De lo que no cabe duda es de que un programa que parte de la supresión de los impuestos sobre la renta y el patrimonio y de las cargas sociales es un programa ultraliberal que ni la señora Thatcher, cuyo temple democrático era muy distinto, se atrevió a formular. En cualquier caso, una repetición tardía de los programas elaborados y aplicados en Europa entre las dos guerras mundiales, con los desastrosos resultados por todos conocidos. Hasta Haider, que ahora predica una federación europea de los partidos de extrema derecha, se ha disociado públicamente de tales despropósitos.
¿Se trata de una reacción frente a la rapidez de la construcción europea? Ciertamente, estamos viviendo una profunda revolución silenciosa y cotidiana, pero conviene recordar que el cambio no se ha producido ahora. El salto histórico se produjo con el final de la guerra fría y la caída del muro, que condujeron al Tratado de Maastricht, decisión de los líderes europeos de finales de los ochenta, que pertenecían a todas las familias políticas europeas y que supieron estar a la altura de las circunstancias. Desde entonces, estamos aplicando y poniendo en práctica lo decidido -la Unión basada en la ciudadanía y el euro- con un caminar complejo que se hace al andar porque no había itinerarios ni mapas predeterminados. Un proceso constituyente abierto cuyas etapas han sido Maastricht, Amsterdam, Niza y ahora... La explicación de los pasos que se están dando de común acuerdo y la atención a las preocupaciones y temores de los ciudadanos son parte esencial del trabajo cotidiano de los responsables políticos, económicos y sociales, pero, curiosamente, es en la presente legislatura cuando se ha abierto más el debate público y la participación en la toma de decisiones. Buena prueba de ello es que hemos proclamado solemnemente por primera vez nuestros valores comunes en la Carta de Derechos Fundamentales -denostada por Bossi como un documento sovietoestalinista-, elaborada por una Convención en la que trabajaron codo con codo parlamentarios europeos y de todos los parlamentos de los Estados miembros, representantes de los Gobiernos y comisarios. Ahora estamos trabajando en una nueva Convención para definir la Unión ampliada a más de 25 miembros, con la participación activa de representantes de los países candidatos que tienen derecho a participar en nuestra aventura común. Además, en relación con la globalización, nos hemos dotado de un valioso escudo con el euro, un programa de trabajo con la Agenda de Lisboa por el pleno empleo, la modernización tecnológica y la cohesión social, y hemos conseguido abrir las negociaciones de la Ronda del Milenio en Doha con la agenda multidimensional que defendíamos. Motivos de crítica no faltan, en especial en relación con la capacidad de alcanzar el pleno empleo con paridad entre los sexos, asegurar nuestro modelo social o mejorar la seguridad ciudadana, pero todo ello requiere más trabajo conjunto y más eficaz, no el encerrarse cada uno en su concha.
La segunda gran cuestión se refiere al fin del ciclo hegemónico socialdemócrata en los gobiernos de la Unión Europea. Es cierto que de 12 gobiernos de 15 con dirección o participación socialista al comienzo de la presente legislatura ahora no hay una mayoría clara de ninguna familia política y las apuestas están abiertas en el rallye electoral que estamos viviendo (con elecciones en Francia, Holanda, Irlanda, Suecia y Alemania) hasta septiembre. Conviene recordar que en la década de los ochenta los profetas del pensamiento único habían proclamado ya la muerte de la socialdemocracia por obsolescencia histórica -los Gobiernos socialistas españoles se encontraban en una clara minoría-. Fueron los electores de la mayoría de los países comunitarios los que plebiscitaron a partidos socialdemócratas para asumir las responsabilidades de Gobierno, a mediados de la década de los noventa, precisamente porque la lectura del Tratado de Maastricht se redujo a una especie de ejercicio ascético inacabable del Homo economicus para cumplir con las cinco condiciones de la convergencia nominal que habían de conducir al paraíso de la estabilidad económica y la moneda única. La reacción de la gente fue considerar que había que ocuparse de los problemas cotidianos de los ciudadanos como personas con sus problemas y no sólo de cumplir con un programa arbitrista. De hecho, la inclusión del empleo en los Tratados y en la Agenda europea se ha conseguido, así como avances tanto en la regulación como en el diálogo entre interlocutores sociales. Ahora bien, como ha señalado con razón António Guterres, no es lo mismo tener una mayoría de gobiernos socialistas en Europa que una dirección socialista. Los partidos europeos se están configurando, son sujetos reconocidos desde el Tratado de Maastricht, pero todavía no tienen un estatuto propio, además de estar en proceso plástico de conformación. Así, la creación del actual Partido Popular Europeo (PPE) no responde a la vieja democracia cristiana europeísta e interclasista. Su grupo en el Parlamento Europeo hizo una política de agregación tipo 'ómnibus', con el acuerdo Aznar-Kohl, que incorporó primero a los populares españoles. que dejaron a los conservadores británicos; después, a la Forza Italia de Berlusconi, y por fin se confederaron de nuevo con los eurofóbicos tories británicos, con los que comparten el rechazo al socialismo, no un proyecto europeo común. Incluso, en algunas de las coaliciones que se han formado en los últimos años la razón suprema es ese rechazo. Así ocurrió en Austria primero, después en Italia, en Dinamarca y ahora en Portugal, en donde la participación y el apoyo de la extrema derecha al Gobierno obliga a un continuo vals de explicaciones de sus primeros ministros de que, a pesar de lo que dicen sus miembros más radicales en relación con Europa, su moneda, sus valores o la inmigración, ellos pueden garantizar que seguimos juntos el mismo camino. ¡Palabra de honor! De paso, hacen respetables a estos movimientos, salonfähig dicen los alemanes porque pueden entrar en los salones. Juego peligroso con malos recuerdos en Europa en el que Chirac, criticable en otros aspectos, no ha entrado nunca.
La pregunta que cabe formularse es si el proceso actual responde a la alternancia como un proceso normal en democracia o si la aparición de movimientos populistas con programas agresivamente antieuropeos está poniendo en cuestión el sistema en sí. Esta pregunta no puede ser contestada sólo por los socialistas, también compete a las demás familias políticas organizadas, tanto los populares europeos como los liberales o los verdes. No es una cuestión académica, sin duda incidirá en los trabajos de la Convención y más en general en los debates políticos europeos, empezando por el más espinoso y de actualidad: la inmigración. En la Cumbre de Barcelona se tomó la decisión de prolongar la vida laboral cinco años, y el tema de la demografía otoñal está en la agenda. ¿Por qué no se hace un esfuerzo conjunto de explicación de las decisiones que se adoptan conjuntamente de manera casi clandestina? Si se prolonga la vida laboral es por necesidad, y hay que explicar que si queremos mantener el modelo social europeo necesitamos una política europea de inmigración, porque tenemos un espacio común y un destino compartido. Hay que coger el toro por los cuernos y no tratar los temas de soslayo, ésa es la grave lección de la campaña francesa.
Para la familia socialista europea se abre también una etapa de reconsideración y reflexión, que no puede desligarse del combate político en curso. Desde su origen, la socialdemocracia ha sido un movimiento de emancipación y transformación de la sociedad, no un aparato de gestión del poder. Recuperar el contacto con los ciudadanos, intensificar el diálogo con los movimientos sociales y reforzar la convergencia con fuerzas progresistas y ecologistas es prioritario para una renovación de la izquierda. Pero con una línea clara en el combate europeo: presentar un frente unido frente al populismo demagógico y retrógrado.
Enrique Barón Crespo es presidente del Grupo Parlamentario del PSE en el Parlamento Europeo.
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