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Tribuna
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La ciudad alegre y confiada

Aún no se han apagado los ecos del escándalo Le Pen, aún pontifican conspicuos tertulianos radiofónicos y bienintencionados columnistas sobre lo que ha ocurrido en Francia, cuando ya parece haber cristalizado entre nosotros un estado de opinión inamovible: esas cosas -se dice- suceden en Francia, en Italia, en Dinamarca, en Alemania, en Austria, en Bélgica, pero resultan impensables en España. No tiene nuestra opinión pública demasiados motivos para sentirse inmune a las desgracias de los otros socios europeos, así que siento de veras hacer de aguafiestas. Porque es verdad que en España no pasa nada parecido. Pero suponer, como se está haciendo, que eso es debido a que el franquismo nos curó para siempre de tentaciones fascistas me parece mucho suponer. Los jóvenes, al fin y al cabo los integrantes habituales de los grupúsculos ultras, no saben ya ni que existió Franco. Peor aún: quitando aquella curiosa gazmoñería oficial del régimen, yo diría que los valores sociales dominantes empiezan a parecerse sospechosamente a los de aquella época.

Supongo que lo que hasta ahora ha frenado el auge del extremismo fascista en España es el hecho de que lo tengamos instalado en el norte. Poder ver cada día en TV el ritual de las banderas, la ceremonia de la muerte, el acoso a los demócratas ha obrado como una vacuna eficaz para tentaciones del mismo signo al otro lado de la muga del País Vasco. Por si acaso refrenemos, pues, prudentemente nuestro optimismo.

Mas no quería yo hablar de esto, sino de las consecuencias perniciosas que se pueden derivar del estado de opinión que se está consolidando en España.

Mientras en Francia ya se han dado cuenta de que en el origen del voto al Front National está el comportamiento irresponsable de los partidos democráticos, aquí nadie dice esta boca es mía. Se supone que nuestros políticos sólo piensan en el bien común y nunca en su promoción personal, que la corrupción es una cosa folclórica propia de personajes como Jesús Gil, que la inmigración descontrolada no existe, que las bolsas de pobreza de nuestros extrarradios son imaginarias, que la delincuencia galopante afecta siempre a los otros. Somos la ciudad alegre y confiada. Hasta que un mal día nos encontremos con que el monstruo instalado en nuestro cuarto de estar nos está devorando las entrañas.

Es preciso coger el toro por los cuernos antes de que sea tarde. El que no quiera ver que la vida parlamentaria languidece en España, está ciego (lleva tiempo agostándose, ya con los gobiernos de signo contrario al actual, es verdad, pero esto no es un consuelo). He dicho vida, no apariencia. Vida parlamentaria no es que en las Cortes se hayan tratado formalmente muchas cuestiones, es que exista verdadero debate y que, con independencia de las mayorías consolidadas, los ciudadanos tengamos constancia de que las diferentes propuestas han sido examinadas y valoradas, entre ellas la que nosotros mismos habríamos formulado. No ocurre así. Un compañero me contaba desconsolado la pobre impresión que sacó en una reciente visita con sus alumnos a un Parlamento autonómico de cuyo nombre no quiero acordarme. Resulta que nadie escuchaba a nadie, que todos andaban colgados del móvil, libando en el bar o simplemente no habían venido y que, al final, cada quisque votaba lo que le decían sus jefes de grupo. A vivir que son dos días, pensarían, sin duda, los señores diputados. El problema es que, para esto, no los hemos votado, para esto, no les pagamos y, desde luego, para esto, no nos hacen falta. Mas atención: no nos hacen falta estas señorías, pero sí necesitamos un Parlamento democrático. Lo contrario es la semilla del lepenismo.

En todas partes cuecen habas: también en la Comunidad Valenciana. Sucede que no hace tanto saludábamos alborozados el fin del conflicto lingüístico con la creación de la AVL: ahora resulta que puñeterías y mezquindades varias de nuestros políticos están poniendo en cuestión el pacto. Sucede que este último fin de semana han muerto varias personas tiroteadas en la calle, en Orihuela y en Alicante: o sea que lo de la delincuencia no es que esté mal, es que no puede estar peor. Sucede que la reforma del Estatuto de autonomía, absolutamente imprescindible si queremos ser una comunidad histórica -lo que por historia, ya somos, por cierto- parece que está pendiente del nihil obstat de las centrales de los partidos en Madrid: mal asunto, si el AVE de Valladolid (!) le ha ganado la partida al de Valencia, no quiero ni pensar lo que le pasará a nuestro Estatuto.

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Y así tantas cosas. Uno se echa a temblar cuando piensa que el proyecto de ordenación territorial de la porción litoral comprendida entre Sagunto y Valencia, recién anunciado por el Consell, coincidirá con el arranque de la campaña para las próximas elecciones autonómicas. Ya me imagino lo que dirán unos y lo que dirán otros: que si se quiere frenar el progreso con un ecologismo transnochado, por una parte; que si todo esto va a provocar una inflación especulativa de la construcción, por la otra. Sospecho que algunos ciudadanos veríamos razonable que se trasladase el aeropuerto de Manises a Sagunto, de manera que sirviese como aeropuerto internacional de Valencia-Castellón en el que sería muy fácil instalar una parada de tren. También pienso que veríamos bien que todo ello se tradujera en la creación de nuevas industrias (o sea, puestos de trabajo) a lo largo de la autopista retranqueada. Pero al mismo tiempo me consta que la sociedad valenciana está harta de ver morir su litoral y de que nunca perdonaría que se construyera un muro continuo de cemento entre ambas poblaciones. En otras palabras: los ciudadanos -que no tienen un pelo de tontos- suelen pensar que las propuestas de los políticos tienen cosas buenas y cosas menos buenas y, aunque saben que al final hay que acabar votando a un solo partido, lo que de verdad desean es que sus señorías nos saquen las castañas del fuego, no que ganen estos o aquellos. Algo bien distinto de la habitual escenificación parlamentaria de una variante descafeinada de Tómbola. Otro de sus inventos no solicitados, y de los más próximos a la ideología lepenista, por cierto: aunque también es verdad que si pudiéramos confinar a sus imitadores españoles en el plató de Canal 9, todo iría mejor.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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