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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

La invención de Espriu

Marcos Ordóñez

Uno. En los años sesenta del siglo pasado, un grupo de intelectuales catalanes se inventó a Salvador Espriu. Tomaron a un poeta discreto, autor de un puñado de hermosas meditaciones sobre el tiempo y la muerte pero muy inferior a otros contemporáneos -Foix, Ferrater, Vinyoli- menos significados en la reivindicación nacionalista, y elevaron su poemario más obvio, La pell de brau, a categoría de vademécum de la causa. Como también había escrito relatos y un par de novelas breves, así como una de las obras más abstrusas, formal y argumentalmente, de la historia del teatro catalán (Primera història d'Esther, 1948), no tardaron en convertirle en un Tres en Uno, el producto ideal para desoxidar el panorama cultural de la época: sería el Poeta, el Dramaturgo y el Narrador que el pueblo catalán pedía a gritos.

El director Ricard Salvat fue uno de los artífices del aupamiento con Ronda de mort a Sinera (1965), una mixtura de estampas, poemas y sainetillos cuya puesta en escena adquirió dimensiones míticas en el desierto de entonces. Como suele suceder con este tipo de operaciones, una vez cumplida su misión casi nadie volvió a acordarse de Espriu, con dos o tres solitarias excepciones: Nuria Espert, que le encargó a Espriu la decepcionante y gélida Una altra Fedra, si us plau (1978), y el Lliure, que rescató Primera història d'Esther, ambas impecablemente vestidas por el tándem Pasqual-Puigserver. Raimon y Ovidi seleccionaron y cantaron sus mejores poemas, y el resto se fue, como en el tango, 'de cabeza p'al empeño'. Casi cuarenta años después, el insistente Salvat ha logrado que Ronda de mort volviera a la cartelera barcelonesa por la puerta grande, en un cuidado y costoso espectáculo del Lliure (30 intérpretes, en su nueva sede), para regocijo de nostálgicos y dilatado pasmo, como si estuvieran contemplando el cruce entre una misa folk y un jeroglífico, de las nuevas generaciones, a juzgar por sus rostros a la salida del teatro.

Ronda de mort quiere ser un fresco coral de la gente de Sinera/Arenys, el pueblo costero de la infancia de Espriu, pero cuyos personajes (el oso Nicolau, la borracha Esperança Trinquis, y marineros, y saltimbanquis, y niños, y mendigos ciegos) tienen la dimensión de un recortable, sin el menor relieve: la mayoría aparecen en el retablo y punto, como pintorescas figuras en su paisaje, sin mayor motivo que el de su mera evocación. Se insertan otras estampas más extensas pero no por ello más distinguidas, como Tereseta que baixava les escales, que conforma el tercio final, casi un pastiche de Mercè Rodoreda, o Conversió i mort de Quim Federal, un entremés gracioso pero descaradamente valleinclanesco. Como narrador, Espriu segrega una afectación disfrazada de austeridad, y logra contarnos en media hora (Teoría de Crisant) un chiste que cualquier otro se ventilaría en dos minutos. Como dramaturgo, oscila entre lo mimético y lo literalmente ininteligible: una de las presuntas gracias de su teatro es la profusión de vocabulario caló, por razones que se me escapan, y que obligan a la inclusión de un glosario en la edición del texto. Naturalmente, el público que se enfrenta al espectáculo sin manual de instrucciones ha de lidiar con frases del calibre de -un ejemplo entre cincuenta- 'no queris el trajatoi / si et repasso pajories / busmucaràs pasmuló', aunque no se detiene ahí el estupor: hay otros fragmentos que no se sabe qué vela llevan en este entierro, como la enigmática pantomima del rey Asuer que cierra la primera parte, o el extrañísimo monólogo sobre genética de la doctora Ulrika Thöus, aunque quizá puedan entenderse a la luz del pensamiento 'metafísico, unamuniano y heideggeriano' que Salvat presta a su autor.

Dos. El espectáculo se pone en las tres horas, y la fatiga avanza a la par que la representación. Salvat ha dirigido con esmero la propuesta -a destacar la iluminación de Xavier Clot, el vestuario de Ramon Ivars, la escenografía de Joaquim Roy, la música de Xavier Albertí- aunque con interpretaciones muy desiguales. Hay actores que hacen gala de una notable energía (la impecable Carme Sansa, Roger Pera -espléndido en La cançó de Tipsy Jones-, Inma Colomer, Abel Folk) pero, tratándose de un material tan exasperado, los más se ven abocados a la sobreactuación (cumbres: Enric Majó y Lloll Bertrán, arrancando, sin embargo, las carcajadas del público en Quim Federal), cuando no a un tono alzadísimo para que se entienda la jerigonza, toda vez que los movimientos coreografiados por Marta Carrasco no acaban de encontrar el equilibrio entre lo intenso y lo espasmódico. A excepción del sensatísimo Oriol Broggi en el rol del Narrador, y del sobrio y vigoroso Eduard Farelo como Salom, predomina la sensación de estar asistiendo a un espectáculo para duros de oído. Es en los registros más líricos y sosegados donde esta Ronda alcanza sus mayores cotas de belleza expresiva. El resto me sigue pareciendo lo que me pareció veinte años atrás: un galimatías tan sobrevalorado como su autor. Lo cual no quita, a juzgar por un aforo casi completo, para que el nuevo Lliure haya conseguido el primer éxito de su actual temporada.

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