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El socialismo en el siglo XXI

Dicen que Georges Clemenceau, primer ministro francés durante el período final de la Primera Guerra Mundial, afirmaba que la guerra era algo demasiado serio para dejárselo a los generales. La razón era que éstos utilizan en la guerra de hoy la estrategia de ayer. Lo mismo puede pasarle al socialismo en este siglo: que sigue tratando de ganar las batallas políticas de esta centuria con las estrategias de la pasada. Esta inercia se debe en parte a un elemento natural en las grandes organizaciones sociales: es difícil cambiar rápidamente las ideologías y las estructuras de colectivos muy numerosos; pero hay también un elemento menos excusable: la pereza mental.

En el siglo XX ocurrieron muchas cosas que tuvieron al socialismo como protagonista; el siglo XX alumbró la gran gesta del socialismo en Europa, una gesta repleta de batallas y de victorias. Pero ese ciclo ya se cerró, y va siendo hora de obrar y pensar en consecuencia. Pasemos revista a esas victorias. En los albores del siglo XX, hace ahora precisamente unos cien años, los partidos socialistas no sólo no gobernaban en ningún país, sino que no tenían siquiera visos de hacerlo en el futuro. En la mayor parte del mundo eran considerados como sectas peligrosas y violentas que hablaban un lenguaje revolucionario y demagógico, grupos de iluminados en el mejor de los casos y de criminales en el peor. Esta situación, sin embargo, cambió muy rápidamente, y tras esa Gran Guerra que tanta gloria dio a Clemenceau, los socialistas se encontraron compartiendo el poder con los 'partidos burgueses' en muchos países, como Alemania, Suecia, Austria, y, poco después, en Inglaterra y Francia. A partir de entonces, con vaivenes y vicisitudes que no puedo exponer aquí, los partidos socialistas se convirtieron en las grandes formaciones de la izquierda, y, lo que es más importante, fueron viendo triunfar sus programas, cuyos elementos más importantes eran el sufragio universal de ambos sexos, la incorporación de la mujer al trabajo, el reconocimiento de los sindicatos, el derecho de huelga, la reducción de la jornada laboral hasta las 40 horas semanales, y lo que se dio en llamar el 'Estado providencia', consistente en las pensiones de vejez, enfermedad, viudedad..., el seguro de desempleo, y todo ese entramado de protecciones sociales tan bien conocido, especialmente en Europa; todo ello con su contrapartida de aumento de la presión fiscal para poder financiar este entramado providencial, presión basada en gran medida en los impuestos directos, y en especial en el impuesto sobre la renta.

La aplicación del programa socialista ha tenido efectos revolucionarios y ha transformado las sociedades, en especial las de los países avanzados. Se trata de un proceso irreversible que, sin embargo, ha dejado a los partidos socialistas sin objetivos claros. Su éxito ha sido tan completo, que toda la sociedad ha asumido su programa; pero pretender seguir luchando las batallas de ayer, sin repensar la estrategia adecuada a las nuevas circunstancias les está colocando en una situación cada vez más difícil. Los partidos pueden morir de éxito porque la realización de su programa les deje sin metas ni objetivos más allá de la pura ambición del poder.

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Las viejas diferencias de clases se han difuminado. Cada vez menos gente se autoidentifica como 'clase obrera'. En los países desarrollados la inmensa mayoría se identifica como 'clase media', una clase abigarrada, difusa y multiforme, muy difícil de categorizar. Pero incluso los que se consideran 'clase obrera' saben que los sindicatos y partidos que los representan están presentes, o son tenidos muy en cuenta, a la hora de tomar las grandes decisiones políticas y sociales. Se saben incluidos en el sistema, y sus aspiraciones son muy diferentes a las de antaño. Empeñarse en profundizar en el 'Estado providencia', como siguen haciendo hoy muchos partidos socialistas, termina por provocar más rechazos que apoyos, porque los beneficios sociales cada vez resultan más caros, y los aumentos del gasto perjudican a un número mayor que el de los que se sienten beneficiados. Para muchos hoy son más evidentes las disfunciones de la protección social que sus virtudes: la creciente presión fiscal, la distribución arbitraria de los beneficios, el fraude creciente, la desincentivación económica, incluso las distorsiones que los sistemas de seguridad social introducen, resultan más visibles que los beneficios redistributivos y asistenciales, al menos, en el margen. Ello significa que un euro más gastado en protección social perjudica más a los contribuyentes de lo que favorece a los beneficiarios. Los electores no reclaman hoy tanto un mayor Estado providencia, cuanto su mejor administración. Esta persistencia en seguir hoy luchando batallas que sus electores no les piden está contribuyendo al declive a largo plazo del socialismo europeo. No se trata con esto de explicar sus recientes y estrepitosas derrotas en Francia y en Italia, y, anteriormente, en España. En los países desarrollados los procesos sociales y los cambios políticos llevan tiempo. Es muy posible que el socialismo se rehaga parcialmente en la Europa del sur, como también lo es que pierda el poder en la Europa del norte. Pero la tendencia a largo plazo es seguir, quizá a ritmo más lento, el declive de los partidos comunistas.

¿Es irremediable este declive? Es difícil pronosticar; pero aferrarse a las viejas concepciones y echar la culpa de las derrotas electorales a las malas artes de los contrincantes o a la ingenuidad o la amnesia de los electores es la receta infalible para seguir cuesta abajo. Si los socialistas quieren salir de su marasmo deben comenzar por un profundo examen de conciencia y un vigoroso esfuerzo intelectual. Deben lanzar mucho lastre por la borda y armarse de valor. ¿Qué puede ofrecer un partido de izquierdas en la Europa de hoy? He aquí unas cuantas ideas.

En lo político, el igualitarismo debe entenderse al pie de la letra, es decir, jacobinismo. Los particularismos, nacionalismos, localismos, las minorías autodefinidas, deben ser tratadas con gran cautela como excepciones que confirman la regla de la igualdad ante la ley, que es el principio rector de todo partido que se pretenda democrático, cuanto más de izquierda.

En lo económico, debe aceptarse el capitalismo de manera decidida y explícita, exigiendo la competencia y la transparencia. El capitalismo es democrá

tico cuando es competitivo. Las intervenciones que tan caras han sido a la izquierda favorecen la desigualdad y los grupos de presión.

En el terreno administrativo, un partido de izquierda debe organizar el Estado de manera que esté realmente al servicio del ciudadano en lugar de ser un conjunto variopinto de grupos de interés y cuerpos privilegiados.

La acción social de la izquierda no debe estar encaminada hacia la igualdad (a diferencia de su acción política) sino hacia la meritocracia. Los individuos deben recibir los frutos de su esfuerzo, sin mala conciencia ni recriminaciones. Naturalmente, deben contribuir en proporción a su esfuerzo y sus frutos, y ser inducidos a compartir su fortuna con la sociedad a través del mecenazgo. Muchas intervenciones económicas distorsionan la equidad y favorecen a los privilegiados.

En la esfera internacional se requiere, igualmente, un replanteamiento racional de las relaciones con el tercer mundo, insistiendo en la rebaja de las barreras al comercio, las políticas de control de la población y la mejora de la educación, en lugar de las exportaciones de armamentos y mercancías subvencionadas. Una mayor atención a la ecología y la conservación del planeta, con los sacrificios presentes que esto conlleva, debe ocupar un lugar prominente en el programa de un partido progresista.

Los electores no se distinguen por su gratitud. En 1945, los ingleses pagaron a Churchill su victoria en la guerra con una sonada derrota electoral. Había cumplido su papel; ya no era necesario; ahora le tocaba a otro administrar el legado churchilliano. Tampoco los polacos parecen apreciar en las urnas el heroísmo de Walesa y del glorioso sindicato Solidaridad. Los socialistas europeos no deben dormirse en sus laureles del siglo pasado, que ya se van quedando mustios, si quieren sobrevivir como partido de gobierno. Deben renovarse si no quieren morir.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica.

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