Absurdo y farsa
Si los días tuviesen lógica y buen sentido, por estas fechas y en torno al Primero de Mayo deberían preocuparnos temas tales como la regulación de las relaciones laborales que propugna el PP, la asistencia a los trabajadores en paro, la reinserción laboral de los parados, la inserción de los obreros inmigrantes, la preparación profesional deficiente que se les ofrece a las nuevas generaciones, la igualdad de derechos y salarial de hombres y mujeres, y un largo etcétera que incluye la necesaria solidaridad con la patria de todos, la del trabajo y los explotados, que no tiene fronteras.
Pero estos días carecen de lógica y tienen escaso sentido. Desde Erfurt, cuya imagen apacible recupera uno estos días con su catedral y su colegiata gótica, nos llega el absurdo: la violencia y la muerte de maestros y estudiantes, el disparate irracional en una escuela pública, como casi todas en Alemania, la conmoción que alcanza Gibraltar y Upsala, los Urales y el Atlántico. ¿En qué tipo de civilización vivimos en que tales sucesos, que repugnan a la razón, se hacen posibles? Claro que lo de Erfurt no es más que el suma y sigue de realidades incomprensibles como el odio xenófobo o las fosas comunes en los Balcanes. Unas y otras realidades carecen de toda lógica. Cuando a mediados del pasado siglo apareció en los escenarios europeos el llamado teatro del absurdo, un teatro que quiso representar la vida humana como irracional y con rasgos grotescos, se dio como explicación la irracionalidad de determinados hechos sociales y políticos del siglo: los totalitarismos, las dos grandes guerras, el Holocausto. Así que, por lo visto y como se suele afirmar, la realidad sigue siendo más absurda que el teatro del absurdo: Erfurt, el odio a los de fuera de Le Pen o los Balcanes lo confirman.
Pero aquí, por el País Valenciano, aunque la irracionalidad y la violencia salpica puntualmente y con demasiada frecuencia las páginas de la actualidad, lo que predomina es la farsa, más que el teatro del absurdo. Por ejemplo la farsa irrisoria, chabacana, grotesca y absurda del secesionismo lingüístico que aflora de tanto en tanto sin pudor. Estos días, también. Porque, ¿cómo definir o calificar el absurdo ese de los reconocimientos de la capacidad de saber y enseñar valenciano o en valenciano de los que se excluye a quienes estudiaron filología catalana? Todo es una comedia premeditada por quienes tienen el disparate como arma política y social, y la farsa como método para evitar una auténtica recuperación del valenciano, tan malparado durante siglos. Todo es una irracionalidad calculada por un gobierno autonómico más atento al secesionismo y sus votos -Le Pen sigue siendo absurdo a pesar de sus miles de votos- que a una convivencia pacífica de hombres y lenguas en el País Valenciano; y más atento al disparate que al uso y difusión con dignidad de un valenciano académico y escolar, del que oficialmente no reniegan, aunque sí en la práctica.
La farsa absurda del secesionismo explícito, o camuflado de forma taimada, no pretende otra cosa que la desaparición del valenciano de la vida pública, por mucho que los promotores o inductores de la farsa hablen de todo lo contrario. Pero dado que no pueden evitar ese deseo inconfesable, al menos podrían destinar el dinero que gastan en academias y subvenciones a grupúsculos secesionistas en otras cosas, en construir escuelas, por ejemplo, en el altiplano andino. Los secesionistas y sus mentores serían así, por lo menos, algo más cívicos y solidarios en vísperas del Primero de Mayo.