Una lección de poderío
Uno. Lo maravilloso del teatro es que nunca puedes generalizar ni resignarte. En mitad de una temporada con contadas alegrías -el Panorama de Narros, el Macbeth de Bieito, Las criadas de Gas, el Víctor de Ollé, la Orgía de Albertí- y cuando ya empezábamos a darla por acabada, el Nacional de Barcelona nos sirve una pieza de caza mayor, y con una interpretación que pide a gritos el Puente Aéreo: Anna Lizarán en Escenes d'una execució (Scenes of an Execution, 1990), la obra maestra de Howard Barker, una fábula perversa sobre las turbulentas relaciones entre Arte y Poder, ambos con mayúsculas. La pintora Galàctia (Anna Lizarán), célebre por su extremo realismo, recibe del Dux de Venecia (Ramon Madaula) el encargo de conmemorar con un enorme mural la batalla de Lepanto, gran victoria del régimen. Fiel a su visión artística, Galàctia concibe una apoteosis de sangre, dolor y carne despedazada donde sus patronos querían una exaltación del honor, el patriotismo y los valores militares. El título de la comedia alude a una triple ejecución: la de las víctimas de la batalla, masacradas en nombre de la 'razón de Estado'; la del cuadro, que Galàctia realiza a lo largo de la obra, y la de la propia artista, denigrada, encarcelada y al fin asimilada por el poder. El asunto y su desarrollo hubieran hecho salivar a Brecht, porque las cartas del juego están inteligentísimamente repartidas. Cegada por la soberbia de su razón, la pintora cometerá el error fatal de subvalorar a sus enemigos. Urgentino, el Dux, que Ramon Madaula interpreta con humor y ferocidad, como si el Zorro de Pinocho hubiera entrado en política, no es ningún idiota: fiel al lema 'no puede haber arte fuera, sólo arte dentro', corromperá al amante de Galàctia, el mediocre pintor Cárpeta (Ivan Benet) para que pinte un mural 'tolerable', y encarcelará a la artista porque 'ella no soportaría no ser castigada: necesita una confirmación de nuestra bajeza'. Su perro de presa será el jesuítico cardenal Ostensíbile secretario de Educación Pública (temible Pep Jové), que acusa a Galàctia de conspirar a favor del turco, en una escena que es un prodigio de maquiavelismo dialéctico. En la última vuelta de tuerca de la comedia, Gina Rivera (poderosa Victòria Pagés), asesora artística del Dux, le hará ver la forma de integrar a Galàctia y a su obra, convertida en tesoro nacional a mayor gloria de la tolerancia del Estado: una gran exposición 'oficial', y un catálogo en el que no se habla de 'carnicería', sino de 'lección de anatomía'. De la larga cola de visitantes, un superviviente de la batalla se acerca a la pintora, rompe a llorar y besa sus manos, mientras el Dux invita a la artista a una cena con altos dignatarios, y Galàctia, escindida entre el reconocimiento anónimo y el espaldarazo político, dice 'sí', un 'sí' del que desconocemos el destinatario, porque en ese instante cae el telón.
Dos. No teman ustedes, ni de lejos, un sermón didáctico. Ya la primera escena, en la que Galàctia hace posar a Prodo (el maravilloso Xavier Capdet), un insólito fool con una flecha en la cabeza y el estómago transparente, nos indica que no estamos ante un material convencional o previsible: los giros de la acción, la brillantez del lenguaje -en espléndida traducción de Quim Monzó-, la complejidad de los personajes y el juego de ideas, centelleantes como meteoros, revelan a un enorme dramaturgo y suscitan un entusiasmo creciente ante su habilidad. Ambientada en la Venecia del XVII, pero con deliberados anacronismos para sugerir la intemporalidad del conflicto (imposible no evocar el duelo entre Diego Rivera y los jerarcas del Rockefeller Center, o la sibilina El contrato del dibujante, de Peter Greenaway), Escenes d'una execuciò es un regalo para la inteligencia y, sobre todo, un bombón para una primerísima actriz, lo que se dice un papelazo. Arrogante, sarcástica, sensual, apasionada, contradictoria y con un desaforado apetito por la vida, Galàctia es uno de los personajes femeninos más poderosos y mejor dibujados del teatro contemporáneo. Glenda Jackson la estrenó en el Almeida, en 1990. Nùria Espert vio entonces la función, y le aconsejó a Anna Lizarán que la protagonizase. El que la Espert no se aferrase al papel y que la Lizarán haya esperado más de diez años para hacerlo son para mí dos misterios inescrutables. Y que, en vez de hacerlo en el Lliure, para el que esta obra hubiera sido literal agua de mayo, lo haga ahora en el Nacional ya roza el enigma. Sea como fuere, lo cierto es que Anna Lizarán borda aquí una de las interpretaciones de la temporada, por no decir de muchas temporadas. No la ayuda la escenografía de Jean Pierre Vergier, tan pétrea y gélida como la de su Coriolà, pero Ramon Simó la ha dirigido admirablemente. Al frente de un reparto sin apenas desajustes, la Lizarán hace lo que quiere en escena y, como suele decirse, está que se sale. Despechugada, vitalísima, gloriosamente grosera, manda, bromea, emociona, conmueve y comunica con todo su cuerpo sin dejar escapar un registro ni un matiz. Hacía tiempo -desde la Liubov de El jardín de los cerezos, de Pasqual- que la Lizarán no tenía un papel así, un papel a su altura. Han de verla ustedes, imperativamente, y aplaudirla. Y Escenes d'una execució ha de girar, ha de visitar Madrid y el resto de España: el Nacional tiene entre manos, por primera vez en mucho tiempo, un éxito de campeonato.
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