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Columna
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Consenso obligado

La invitación cursada el sábado desde Burgos por el presidente del Gobierno al secretario general del PSOE para que firme a su lado como diputado -'al mismo nivel, ni un poquito más arriba, ni más abajo'- la demanda de disolución judicial de Batasuna fue tal vez un gesto encaminado a desbloquear el diálogo con los socialistas sobre la Ley de Partidos. Sin embargo, el contenido mismo de la propuesta -la presentación conjunta por ambos líderes de una acción procesal contra el brazo político de ETA- daba por sentado que los dos aspectos más polémicos del anteproyecto quedaban fuera de la negociación: la legitimación parlamentaria para instar a la disolución de los partidos y la competencia de la Sala Especial del Supremo para decidirlo. Aznar tampoco parece dispuesto a tolerar 'pegas' sobre 'aspectos menores': el truculento tono de su advertencia valenciana a los terroristas -'¡Vamos a por vosotros!'- fue acompañado, entre otros fervorines, por la aclaración de que la oferta de 'máximo consenso' hecha a los socialistas estaba condicionada a una negociación 'sin retrasos ni apaños políticos'.

La errática línea de conducta seguida por el Gobierno en sus relaciones con el PSOE (del portazo en las narices a la mano tendida, de la injuriosa acusación de arrugamiento ante ETA a la apaciguadora oferta de consenso) a propósito de la Ley de Partidos resultaría inexplicable si no estuviese guiada por la malicia: el punto 5 del Pacto Antiterrorista firmado por populares y socialistas en diciembre de 2000 compromete a los dos partidos a impulsar de 'mutuo acuerdo' cualquier reforma legal en la materia. El clamoroso incumplimiento perpetrado por el PP con su onanista elaboración de la Ley de Partidos es un lamentable ejemplo de mezquindad e hipocresía política. La estrategia preparatoria de las elecciones municipales y autonómicas del año 2003 ideada por los populares reserva para Aznar el papel de heroico Milhombres que emprende en solitario la ilegalización de Batasuna; el PSOE, en cambio, queda relegado a la condición de un acompañante subalterno, reticente y medroso de la iniciativa gubernamental, enfrentado con el dilema de votar el proyecto en sus términos literales (mostrando así el seguidismo y la falta de liderazgo de Zapatero) o de resistirse al trágala (con el riesgo de ser acusado de tolerancia o complicidad con los terroristas).

Tras la publicación de los defectos técnico-juríricos del anteproyecto señalados por los vocales mayoritarios o minoritarios del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el dictamen del Consejo de Estado -cortés en las formas y severamente crítico en los contenidos- muestra con mayor crudeza y rigor las serias deficiencias de un texto presentado como inmejorable por el ministro Acebes. Sería una broma de mal gusto que el Gobierno intentara dedicar sus negociaciones con la oposición durante el trámite parlamentario exclusivamente a la limpieza de los desatinos no corregidos el pasado viernes por el Consejo de Ministros. Aunque la mayoría del CGPJ y el Consejo de Estado sostengan que el anteproyecto tiene cabida en el marco de la norma fundamental, la superación del control previo de constitucionalidad de cualquier ley no implica el aval político de todas y cada una de sus propuestas.

El Gobierno acierta muy probablemente al sostener que el PNV, EA e IU se opondrían a cualquier versión de la Ley de Partidos capaz de permitir la disolución judicial de Batasuna con las plenas garantías propias de un Estado de derecho. Esa estrategia obstruccionista no restaría legitimidad al consenso del PP -necesariamente incompleto- con el resto del arco parlamentario para aprobar una ley jurídicamente satisfactoria y políticamente democrática: el PNV tampoco votó la Constitución (y la dirección de la actual IU se encuentra muy alejada del espacio ideológico del PCE de Carrillo). Por el contrario, la obtención del respaldo del PSOE y de CiU sería imprescindible: el Gobierno debería negociar el apoyo a la Ley de Partidos de los socialistas y de los nacionalistas catalanes sin ponerles el cuchillo en el cuello para arrancarles sus votos bajo la amenaza de echarles a los pies de los caballos ante la opinión pública. Si Aznar aspirase de verdad a que la Ley de Partidos tuviera la reforzada legitimidad política necesaria para cumplir eficazmente sus fines, debería buscar ese consenso obligado.

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