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Tribuna:CONFERENCIA EUROMEDITERRÁNEA
Tribuna
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Conflicto y cooperación: el Mediterráneo del siglo XXI

La Unión Europea ha de establecer una política propia de cooperación con los países del Mediterráneo para lograr la seguridad, estabilidad social y económica en la región

No cabe la delegación en un 'gran hermano' que no siempre se atiene a nuestros valores
La persecución, la impermeabilización europea, debe dejar paso a la cooperación

Barcelona 1995, Valencia 2002, ¿de la confianza a la resignación? El impulso es más necesario que nunca, porque se trata de convicciones morales, de la defensa de intereses, y de la consolidación de un proyecto ambicioso, el de la Unión Europea. En todos sus aspectos, de la fortaleza política a la económica, de la cultural a los valores. De asentar una voz propia, autónoma, ante las actitudes genuflexas del mundo unipolar. De contribuir a la gobernación democrática de la globalización, entre otras cuestiones no menos relevantes.

Esperar y ver es actitud que traduce sumisiones ante el todopoderoso. No es el deseo de nuestros pueblos, de España a Palestina, de Marruecos a los Balcanes. La dificultad no excusa la inacción. Nunca fue fácil la vida a orillas de nuestro mar. Naciones con estado y sin él; alfabetos diferentes, lenguas distantes, religiones encontradas, se han sucedido y se suceden. Como las oleadas migratorias, en todos los sentidos cardinales, de este a oeste, de norte a sur, y viceversa. Cierto que las identidades suelen ser un negocio sangriento. Existen, sin embargo; requieren su estatuto de referencia, acaso con mayor intensidad en la medida que la voracidad de lo único amenaza su subsistencia, y con ella los puntos de apoyo para poblaciones despreciadas, olvidadas. No se puede contemplar, a la espera de instrucciones, la destrucción, la muerte, la condena a la miseria material y moral, cultural y civil, de millones de personas. A las puertas mismas de la prosperidad, de la libertad, y de la cultura de los europeos. Es la hora de la acción, no de la pasividad.

Paz y seguridad, en primer lugar. Admisión de las razones del otro, de los otros. Exigencia del cumplimiento, por todos, de la legalidad internacional, de las Naciones Unidas y sus resoluciones a los acuerdos de la Unión Europea y sus socios a ambas orillas. En Palestina, en Israel. En Chipre, olvidado. En Argelia. En el Sáhara. En los Balcanes, todavía. Una mirada al Sur, que existe, compatible con las expectativas del Este, no excluyendo, sino incluyendo. Paz y seguridad que exigen compromisos y sacrificios de la Unión Europea para una defensa, una seguridad, y una voz exterior comunes. Fuertes. Capaces de imponer, en el conflicto, las soluciones. En correspondencia a las exigencias ciudadanas de solidaridad con nuestros vecinos inmediatos, que no sólo forman parte del paisaje, exótico a veces, sino que viven y trabajan con nosotros. La razón del otro como parte de nuestra razón, en la mejor tradición de nuestros valores que declaramos, a veces con pompa, como universales.

Los enfrentamientos han sido seculares, conviene no incurrir en el olvido. Este mar de apariencia apacible se ha visto dividido entre este y oeste, con cruzadas y turcos; entre el norte y el sur, cristianos y musulmanes. Impermeable o saqueado, el mar camino de relaciones permanentes. Migrantes del norte en busca de solución para miserias y pestes, avanzando o siguiendo las acciones coloniales. Migrantes del sur hacia el norte, perseguidos por la violencia o la desesperación de la miseria. De un lado para otro, desde las escalas de Levante a los guetos centroeuropeos. Coartados por mil fronteras, perseguidos como alimañas, de una parte a otra. Migrantes siempre, aun en las peores circunstancias, como ahora mismo en tantas partes. Quienes han sido tantos años emigrantes por la intransigencia religiosa, política, económica, y han contribuido a levantar el monumento de los derechos a la paz, a la vida, a la seguridad, a la libertad, no pueden convertirse ahora en perseguidores de quienes aspiran a tenerlas.

La persecución, la impermeabilización europea, debe dejar paso a la cooperación. Desde la autoridad de la convicción, desde el ejercicio, en todas sus dimensiones, de esta autoridad. Sin esperar imposiciones ajenas, cuya finalidad difícilmente puede alcanzar, además, los intereses comunes a los pueblos mediterráneos, de una y otra orilla. Las migraciones no son un problema de orden público, aunque puedan crear más de uno.

La cooperación es uno de los antídotos de la intolerancia. La exigen nuestros ciudadanos, la reclaman la razón, y aun los intereses. Del mercado de trabajo al alivio de las tensiones; de la preservación de los recursos naturales y la sostenibilidad medioambiental, a las exigencias del crecimiento económico. La cooperación puede y debe contribuir a la estabilidad de la región, tanto en términos de paz y seguridad como en términos de estabilidad de los flujos migratorios y de relaciones económicas.

La estabilidad política, y de seguridad, no se alcanzará sin una estabilidad previa, económica y social. Que permita salir de la desesperación a poblaciones jóvenes, sin más horizonte que el paro, la marginación, la exclusión de un mundo que conocen a través de uno de los efectos más llamativos de la globalización, la permeabilidad de la información. No lo es todo, ciertamente.

Está la diversidad cultural. Compleja en este pequeño mar plagado de historia, y de historias. La radicalización es la consecuencia, y no la causa, de tanta ignorancia mutua. No cabe esgrimir el pasado, ni el nuestro. En el pasado expulsamos al diferente, musulmán o judío. La convivencia es un hecho del presente. Puede serlo. La convivencia en el pasado fue siempre ardua, reducida, interesada las más de las veces. Hoy es necesaria. La diversidad es enriquecedora, y cabe preguntarse si en esta ribera de la prosperidad es entendida: en Francia, en España, respecto de las minorías lingüísticas propias. Sólo a regañadientes, confesémoslo. Con enfrentamientos, solapados o explícitos, cuando se trata de los otros, de costumbres, lengua y religión consideradas antagónicas por siglos.

Nos debemos explicaciones. A nosotros mismos también. Desde comprender que un sistema de protección de nuestro bienestar requiere sacrificios para su continuidad en el tiempo. Bienestar y sostenibilidad ante la agresión recurrente a un medio natural frágil, de recursos escasos. Una agricultura que deberá compartir beneficios con nuestros vecinos, permitiendo que comercien con libertad de una parte a otra de Europa. Unas inversiones que permitan aliviar las tensiones migratorias, que fijen población, que, de contar con los recursos nunca se desplazaría en azarosos y tremendos viajes de la desesperación. Compartir conocimientos, asentar las bases de una cultura de la cooperación frente a la cultura salvaje del enfrentamiento. Unos recursos financieros, capaces de subvenir a las necesidades de una economía que asegure el bienestar creciente de sus ciudadanos. Liberar excedentes propios, para objetivos comunes, y puede aceptarse incluso que no se trate de liberalidad, de buenas intenciones altruistas y generosas: por puro interés, como ya formulara hace más de cuarenta años un ex ministro de De Gaulle, Michel Jobert.

Todo esto es anterior al 11 de septiembre de 2001. El estruendo de la catástrofe no nos debe cegar. El vínculo trasatlántico es fundamental para la Unión Europea, para la estabilidad mundial. Hacer depender todo de este vínculo, a expensas de la hegemonía unilateral, nos condena a la dependencia, y, acaso a algo más grave, al emponzoñamiento de nuestras relaciones en el ámbito que nos es propio, de los Urales al Atlántico, y de Tánger a Tel Aviv. Que es donde vivimos y trabajamos europeos, mediterráneos, árabes, judíos, cristianos, musulmanes o laicos.

Valencia 2002 ha de ser la sede de la esperanza. No hace muchos años, en los viejos muros de la Lonja, escuchamos la voz aljamiada de Mahmud Darwish, que ahora una nueva barbarie pretende acallar en Ramala. Sus versos, como los entonados por los hijos exiliados de Sefarad todavía resuenan en nuestros muros. Fue la convivencia real, de hoy, en Encuentros de Escritores, en Mostra de Cine, o de Música. Los instrumentos pacíficos, a que se unieron organizaciones genuinas de nuestro mundo, los ayuntamientos del Consejo de Municipios y Regiones de Europa y la Organización de Ciudades Árabes, en Valencia en 1986, en Marraquech en 1988, de nuevo en Valencia en 1990. O la Embajada de la Democracia Local, en Sarajevo bajo las bombas. O, en fin, el hermanamiento de Gaza, Tel Aviv y Barcelona. Ejemplos posibles de relaciones generosas, imprescindibles para el entendimiento.

No cabe la resignación. No cabe la delegación en un gran hermano que no siempre se atiene a nuestros valores, y que desdeña sin duda alguna nuestros intereses, morales y materiales. Ni cabe aducir el terrorismo para la impunidad sin interrogarnos sobre sus causas, sin interrogarnos por la debilidad de nuestro sistema ante la desesperanza. La fragilidad estriba en la desigualdad, en el acicate a lo que se ha llamado la crisis sangrienta de las identidades cuando no existen los mecanismos de comprensión y de compensación adecuados.

Es la hora de las iniciativas. Desde los instrumentos financieros a los intercambios reales de ideas, de conocimientos mutuos. Y si hay una Casa del Mediterráneo, que algunos ya propusieron, bienvenida sea, si con ella se propicia el reencuentro en libertad y con respeto a la diferencia. Tarea la hay, y aquello que se requiere es un empeño real, más allá de las declaraciones y de toda la parafernalia que envuelve una conferencia amenazada de ausencias.

Ricard Pérez Casado es licenciado en Ciencias Políticas y diputado del PSOE por Valencia.

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