Hoy ya es mañana
Si aquel sobadísimo tópico periodístico según el cual sólo son noticia las malas noticias fuese cierto, nada lo confirmaría tanto como la información internacional. ¡Qué difícil es en estos tiempos, en plena catástrofe israelo-palestina, mientras la guerra antiterrorista -lejos ya de los focos y las cámaras- se arrastra aún por Afganistán, hallar en la actualidad mundial datos positivos, elementos esperanzadores, procesos en los que triunfen la justicia y el derecho! ¡Qué complicado resulta, a menudo, saber cuál es el bando que representa esos nobles principios! Tomemos, por ejemplo, el caso reciente de la crisis política venezolana; sí, por supuesto, el estilo demagógico, las maneras caudillistas y la concentración de poder característicos de Hugo Chávez, sus arrumacos con Fidel Castro, sus afinidades electivas con el Irak de Sadam Hussein y el Irán de los clérigos shiíes nos desagradaban a muchos. Pero ¿legitimaban estos rasgos el derrocamiento por la fuerza de un presidente elegido y ratificado en las urnas? ¿Justificaban la feroz beligerancia antichavista de los medios de comunicación privados de aquel país, e incluso de éste? ¿Y qué decir de esa insensata ocurrencia de los golpistas, la de instalar en el poder -en una sociedad con el 80% de pobres- al presidente de la patronal? En resumen: a día de hoy todavía no sé si la rápida convulsión sufrida por Venezuela y su desenlace deberían entristecerme o alegrarme.
El de Timor Oriental es uno de los pocos litigios que avanzan velozmente hacia un inequívoco desenlace feliz
El derecho, la historia y la moral vencen a la 'realpolitik', y la globalización consiente mini-Estados como Timor
Por eso, porque la inmensa mayoría de las noticias que nuestro planeta genera cada día producen más bien inquietud, perplejidad o desolación, me parece justo y conveniente recordar uno de los pocos litigios internacionales de las últimas décadas que avanza velozmente hacia lo que nadie podría dejar de calificar como un desenlace feliz: el pleito de Timor Oriental.
El camino ha sido cualquier cosa excepto fácil. Aquel modesto territorio de unos 19.000 kilómetros cuadrados -algo así como la provincia de Cáceres- fue siempre, durante los casi cuatro siglos de dominación portuguesa, una colonia bastarda, la más remota, rebelde y descuidada por la metrópoli, la antesala del infierno; he aquí el motivo por el que servía como lugar de deportación para opositores políticos a la dictadura lusitana. Cuando ésta cayó, por fin, el 25 de abril de 1974, Timor Leste no tuvo siquiera la magra suerte de Guinea Bissau, Cabo Verde o Mozambique, la de conseguir una mísera y precaria independencia. La dejadez de Lisboa, el cándido izquierdismo de algunos nacionalistas timoreses, las ambiciones expansionistas de Yakarta y el cinismo del Washington de Ford y Kissinger confluyeron en un resultado devastador: arrebatar, confiscar a los habitantes del territorio la propiedad sobre su porvenir colectivo.
A principios de diciembre de 1975, prácticamente sin solución de continuidad, la retirada portuguesa dejó paso a la recolonización indonesia, impuesta a sangre y fuego como expresión armada que era de la abyecta dictadura de Suharto. Los métodos brutales del nuevo ocupante indonesio, la violación de toda norma jurídica, el desprecio de cualquier consideración humanitaria provocaron, en cuatro años, 200.000 muertos (en proporción, más de los que causó Pol Pot en Camboya). Eso, sin contar el expolio económico, el intento de aculturación, el traslado a Timor Leste de 150.000 colonos javaneses y balineses, las políticas de esterilización y de contracepción forzosas, etcétera.
Por supuesto, la Asamblea General de la ONU proclamó varias veces 'el derecho inalienable del pueblo de Timor Oriental a la autodeterminación y la independencia', y el Consejo de Seguridad exigió (resoluciones 384 y 389) la retirada indonesia. Nada de eso, sin embargo, hubiese impedido el triunfo del hecho consumado, de no ser por el tozudo rechazo de la gran mayoría de los timoreses a la asimilación, por la irreductible persistencia de la guerrilla independentista encabezada por José Alexandre (Xanana) Gusmão, por el papel de la Iglesia católica local como baluarte identitario, por el compromiso creciente de la diplomacia portuguesa... En noviembre de 1991, la matanza que los militares perpetraron en el cementerio de Santa Cruz, en Dili -el Tiananmen indonesio, según The Washington Post-, atrajo de nuevo la atención de Occidente sobre Timor, mientras el fin de la guerra fría devaluaba la cotización estratégica de la dictadura de Yakarta. Cinco años después, en 1996, el Premio Nobel de la Paz otorgado al arzobispo de Dili, Carlos Felipe Ximenes Belo, y al dirigente nacionalista en el exilio José Ramos-Horta dio a la causa timoresa una formidable inyección de prestigio y credibilidad.
Al cabo, iba a ser la crisis económica que provocó el relevo del dictador Suharto por Yusuf Habibie la que, presión internacional mediante, desbloquease el contencioso de Timor. Aun así, la voluntad del poder ocupante de ganar a toda costa el referéndum de autodeterminación convocado en agosto de 1999 impuso al pueblo timorés otro costoso peaje de sangre en el camino hacia su libertad. Valió la pena. Un 78,5% de votos por la independencia forzó la intervención armada de la ONU, la retirada indonesia y el establecimiento de una administración internacional transitoria que, con la ejemplar colaboración de los timoreses, ha conducido el proceso constituyente del nuevo Estado, Timor Lorosae o Timor del Sol Naciente. En agosto de 2001 hubo elecciones parlamentarias, y el pasado domingo las presidenciales, que ha ganado con rotundidad Xanana Gusmão.
Por una vez -ojalá sirviera de precedente- el derecho, la historia y la moral han vencido a la realpolitik, y a esos agoreros para quienes la globalización no consentía mini-Estados como Timor. En 1986, cuando su país parecía condenado a ser para siempre la 27ª provincia indonesia, J. Ramos-Horta publicó, con imbatible optimismo, un libro titulado Tomorrow in Dili. Pues bien, ese mañana ya es hoy. ¡Enhorabuena!
Post scríptum
El ameno cronista que ayer escribía en esta misma página utiliza un doble rasero bien curioso: si él me tilda de 'ideólogo del nacionalismo', lo suyo es objetividad pura; si yo le tacho de paladín del antinacionalismo catalán, lo mío es un 'grotesco proceso de intenciones'; si él cultiva el sarcasmo y la burla, eso es redactar 'en ánimo jocundo'; si lo practico yo, entonces son berrinches. Estrabismos sectarios al margen, me alegra sobremanera que, en la polémica sobre el Born, este modesto 'ideólogo nacionalista' haya coincidido en sus apreciaciones con articulistas tan diversos como Albert García Espuche, Josep M. Muñoz, Manuel Trallero, Jordi Garcia-Soler, Josep Ramoneda y Oriol Bohigas. ¿Habremos llegado ya -como temen algunos- al pujolismo universal o será sólo cosa del sentido común?
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB
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