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¿Todos somos políticos?

Hace ya unos días, a propósito de mi nombramiento como director general de la CCRTV, se produjo un debate, ilustrado con metáforas más o menos felices, en el que se podían establecer, a mi modo de ver, dos niveles. Uno, en el nivel del caso concreto y de la coyuntura política, a partir de mi anterior condición de diputado, que no tengo ninguna intención de reabrir, entre otras cosas porque me afecta directamente. El otro, un debate genérico y trascendental sobre aspectos de la política, del compromiso político individual y sobre las consecuencias de este compromiso que me parece mucho más interesante y más decisivo para el futuro. La intención de este artículo, por tanto, no es polemizar, defender ni atacar nada en el debate político coyuntural, sino reflexionar -a partir de una experiencia personal- sobre un tema de fondo que afecta a nuestra vida colectiva.

Algo hemos hecho mal si participar en la política se convierte en un estigma personal

Recuerdo que cuando empecé mis artículos de opinión como periodista al comienzo de la transición era de los que se negaban a utilizar la expresión 'los políticos'. En aquellos momentos, había quien quería distinguir entre 'los políticos' -es decir, la gente comprometida, los militantes, las personas con inquietudes que querían participar en la cosa pública- y los 'apolíticos', neutrales, ideológicamente incoloros, inodoros e insípidos. Algunos nos negábamos a hacer esta distinción. Considerábamos que todos los ciudadanos éramos en una u otra medida políticos, que todos teníamos nuestras ideas sobre el espacio público, que el apoliticismo neutral era imposible y que, por tanto, quien se declaraba absolutamente apolítico se engañaba: recuerdo un chiste de la época en el que un personaje de Forges proclamaba: 'Yo soy apolítico de derechas'. Por tanto, la gente que hacía explícito su compromiso merecía por ello una consideración especial, fuera cual fuera este compromiso.

Han pasado los años y nos encontramos de golpe con que la persona que ha hecho pública su visión de lo colectivo, el militante, el cargo electo, el diputado, incluso el opinador que se moja con su palabra pública, se convierte en sospechoso y parece que para ciertas funciones sociales importantes añoramos al apolítico incoloro, inodoro e insípido que hace unos años convenimos que no existía. Algo hemos hecho mal, todos juntos, a lo largo de estos años, para llegar aquí. Algo hemos hecho mal si llegamos a una situación en la que castigamos a quien se compromete y a quien opina, en favor del que no se compromete y calla. Algo hemos hecho mal si la participación en la política activa, la militancia, el cargo electo o representativo se convierte en un estigma personal que lo borra todo y no se borra con nada. Porque un modelo de este tipo, si llegáramos a él, representaría graves problemas de concepto, pero también grandes problemas prácticos para la vida política.

Los problemas conceptuales me parecen obvios. Sólo si consideramos que los partidos políticos son en el fondo sectas destructivas que anulan la personalidad individual, ser militante o ser un cargo electo puede convertirse en un pecado. Personalmente, siempre he combatido la idea del partido secta. No creo que ser militante o ser cargo electo convierta a las personas en seres unidimensionales, borrando su pasado y su futuro, su manera de ver el mundo, su trayectoria profesional, sus matices y sus manías. No creo que ser socialista, convergente o popular convierta a las personas en sola y exclusivamente socialistas, convergentes o populares, anulando cualquier otro adjetivo, a menudo mucho más relevante, sea ideológico, profesional o personal.

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