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Columna
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Saltan las alarmas

El negocio del cine español -si sus responsables políticos, sus yacimientos financieros y sus entramados profesionales siguen paralizados y dentro de la encerrona donde están metidos desde hace décadas- va a terminar haciendo honorable a la máxima canalla del 'cuanto peor, mejor'. Comienza de nuevo -lo hace cada uno o dos lustros- a sonar la música de todos, o casi todos, los timbres de alarma que dicen a quien quiera oírlo que merodea aquí el peligro de que nuestro cine se nos acabe o, en el mejor de los casos, entre otra vez en una dinámica de extinción. Pero si se disparan juntas todas estas alarmas, cosa que comienza a ocurrir, su brusco timbrazo puede que actúe como calambre que despierte por fin el instinto de autodefensa de la gente de nuestro cine y les anime a hacer lo que, desde hace años y años es, ridícula y exasperantemente, sabido que hay que hacer y nadie hace, que es plantar cara y poner de una vez por todas freno a la rapiña del negocio de Hollywood, que quiere (y casi, o sin casi, tiene a mano) apropiarse de todos los mercados del cine, comenzando por el más rico, el europeo. En esta miseria estamos y nunca hemos dejado de estarlo, pero en lo que va de 2002 se ha vuelto a abrir su viejo mordisco.

En el otoño pasado, por efecto de la audiencia multitudinaria que alcanzaron dos películas españolas, Los otros y Torrente II, que llenaron cines y más cines en España y, la primera de ellas, también en todo el mundo, se produjo en los libros de cuentas del cine español un repentino, y con falsa pinta de milagroso, porque era mucho más corto de lo que parecía, ensanchamiento de porcentajes -pues de poco más de un mísero 10% nuestra cuota de mercado interior saltó en unas semanas a casi el 20%- que dio cancha a un tonto espejismo optimista. Luego, como era fácil prever, resultó que ese engañoso y pasajero giro optimista escondía en la trastienda un arsenal de indicios pesimistas, que son los que ahora están aflorando y comienzan a disparar la electricidad de las alarmas.

Suena, en primer lugar, el timbre alarmado de un cierre del grifo de las fuentes naturales -las más necesarias para la financiación del cine, ya que ellas son su primer y más esencial destinatario industrial- de las televisiones, que últimamente tienden a echar, aún más, el cerrojo a sus arcas y se cobijan detrás de la certeza, o la coartada, de un derrumbe interior que las amenaza. En segundo lugar, suena el timbrazo del disparate que supuso para el fondo del negocio del cine en España el hecho de que se realizaran el año pasado casi un centenar de largometrajes, cuando en nuestra oferta al mercado sólo hay cabida estructural para la mitad o menos, lo que dejó a merced de su suerte, y sin posibilidad de acceso a una sala de estreno, a varias decenas de películas hoy sumergidas, que ahora son víctima de un aura negra de malditas, o de malas hasta lo inestrenable, estigma que se ensaña sólo con pequeñas producciones y puede dañar severamente la creación de magníficas obras mínimas de la estirpe de Solas, El Bola, En construcción, Leo o La espalda del tiempo, que son la sal de la tierra, la gran riqueza del cine pobre.

Y suena la misma vieja alarma que rompe los tímpanos. Cuentan que el copo de las redes de distribución de Hollywood al parque de salas español alcanza no sólo dimensiones abrumadoras, sino destellos de humillante y despótica arbitrariedad. Por ejemplo, una mínima y bella película, la obra maestra argentina coproducida por España El hijo de la novia, fue casi arrancada de la cartelera cuando llenaba cines, junto a otros filmes españoles de buena audiencia, como Intacto y Sólo mía. Tal ultraje, o usurpación, vino de la invasión navideña de Harry Potter y El señor de los anillos, que (las dos solas, y sin que ninguna llegue en cuanto arte a la suela del zapato del filme de Juan José Campanella) coparon, y así lo dice el gremio de los productores, ¡más de la cuarta parte (alrededor de 1.000 salas de las 3.600 en funcionamiento en España) de la oferta cinematográfica! Y hoy, mientras El hijo de la novia hace respirar en Madrid a 15 pantallas en doble de tiempo que ellas, Harry Potter sobrevive en tres cines de la comunidad madrileña; y, gracias al empujón publicitario del Oscar, El Señor de los anillos se mantiene en tres cines de Madrid y cuatro de su zona.

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