Museeuw celebra el centenario de la París-Roubaix con su tercer triunfo

La lluvia y el barro honraron con su presencia la edición centenaria de la París-Roubaix, la brutal clásica de los adoquines, la que sólo un puñado de ciclistas adora y que en esta ocasión sólo podía ganar Johan Museeuw. El belga, de 36 años, meditó hasta el miércoles la posibilidad de retirarse del ciclismo, asqueado como estaba tras su segundo puesto, un domingo atrás, en el Tour de Flandes, su clásica fetiche. Museeuw tenía un plan: ganar en Flandes por cuarta vez, récord absoluto, y abandonar. Ese día volvió a ser el más fuerte, pero no pudo controlar a Tafi.

Pero la París Roubaix estaba a la vuelta de la esquina y se presentaba como su única posibilidad de redención. A mitad de semana, la decisión estaba tomada: buscaría su tercer triunfo en Roubaix -ya se impuso en 1998 y 2000-, punto y final tras un calvario de 260 kilómetros, 50 de ellos adoquinados y embarrados. A 60 kilómetros de la meta, contaba con cuatro compañeros de equipo en el grupo de once que lideraba la prueba. Veinte kilómetros más lejos, decidió olvidarse de tácticas, se colocó en cabeza en un sector adoquinado, aceleró y nadie volvió a verle. Temía Museeuw que la labor de equipo lanzase a un compañero, como ocurrió en 2001 con su amigo Knaven.

Esta vez no lo habría soportado. Así que aceleró y aceleró, dibujando al mismo tiempo un número excepcional de equilibrismo sobre el firme tramposo mientras, por detrás, sólo Hincapié y el jovencísimo y sorprendente Boonen, ambos del US Postal, se creían capaces de alcanzar al líder del Domo. Con apenas 20 segundos de margen a 40 kilómetros del final, Museeuw resistió el acoso, mantuvo el equilibrio y asqueó a la pareja perseguidora. Después, sencillamente voló para lograr su décimo triunfo en una prueba de la Copa del Mundo, consagrarse como uno de los grandes campeones ciclistas del último decenio y recibir una petición unánime: que no cuelgue la bici.