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Columna
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Un trabajo difícil

La Monarquía como forma política del Estado es una especie amenazada de extinción. La pretensión del Estado constitucional, frente a las formas anteriores de organización del poder político, es la de racionalizar el ejercicio del poder. Frente a la fundamentación traspersonal del poder, a la soberanía de origen divino del monarca, característica de la Monarquía absoluta, el Estado constitucional hace descansar el poder en la sociedad, convirtiendo la soberanía nacional-popular en el fundamento de todo el sistema político. La arquitectura del Estado constitucional tiene que poder explicarse, en consecuencia, en términos racionales a partir del principio de legitimación democrática. Allí donde haya una manifestación del poder del Estado tiene que aparecer el principio de legitimidad democrática. Ésta es la regla del Estado constitucional democrático, que, además, no admite excepción.

A las monarquías de hoy no se las juzga por el poder que ejercen, que es ninguno, sino por la forma en que desempeñan las funciones que tienen constitucionalmente atribuidas

Una magistratura hereditaria es incompatible con esta exigencia de racionalidad en la fundamentación del poder y en la explicación a partir de dicha fundamentación de los poderes del Estado ejercidos por los órganos previstos en la Constitución. No hay manera de explicar racionalmente la compatibilidad de la Monarquía con la democracia, la existencia de una magistratura hereditaria con el principio de soberanía popular y de legitimación democrática del Estado.

Ésta es la razón fundamental por la que la Monarquía está permanentemente amenazada de extinción en el Estado constitucional. A medida que se refuerza el principio de legitimación democrática del poder, más anacrónica resulta una magistratura hereditaria en la cúspide del Estado. La contradicción entre el fundamento del Estado y la Jefatura del mismo no puede ser más palmaria.

Justamente por eso, es por lo que las monarquías tienen que desarrollar en grado superlativo el instinto de conservación si quieren sobrevivir. El monarca parlamentario de hoy carece de cualquier poder efectivo en el sistema político y no puede, en consecuencia, tomar ninguna decisión que afecte a las condiciones de vida de los ciudadanos. No puede equivocarse en el ejercicio del poder, porque no lo tiene. Pero ello no quiere decir que tenga garantizada su supervivencia. Por decirlo con las palabras de un clásico del constitucionalismo británico del siglo XIX, sir Walter Bagehot, la Monarquía ha dejado de ser una 'efficient part' de la Constitución, para pasar a convertirse en una 'dignified part' de la misma. A las monarquías de hoy no se las juzga por el poder que ejercen, que es ninguno, sino por la forma en que desempeñan las funciones que tienen constitucionalmente atribuidas y por la manera en que se comportan en su vida personal y familiar. Es una cierta personificación de la dignidad del Estado lo que del Monarca en primer lugar y de los demás miembros de la Casa Real se espera. Ése es el canon por el que se les va a juzgar. Es la coincidencia de su conducta pública y privada con la idea de dignidad del Estado que existe de manera difusa en la opinión pública, lo que garantizará la subsistencia de la Monarquía.

Y esto no resulta nada fácil de conseguirlo, especialmente en un momento, como el actual, en el que se está produciendo una ampliación permanente del ejercicio del derecho a transmitir y recibir información. La intensidad del ejercicio del derecho a transmitir y recibir información actual proyectado en el pasado habría conducido a la extinción de la Monarquía en todos los países europeos sin excepción. No hay casa real que hubiera podido sobrevivir en el pasado a un escrutinio como el que se practica en el día de hoy. Y no se puede esperar que la tendencia revierta, sino todo lo contrario.

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El trabajo de los miembros de la Casa Real en general y del Rey y del Príncipe heredero en particular, se convierte de esta manera en uno de los trabajos más difíciles en el Estado democrático. No hay reglas escritas a las que atenerse y las reglas no escritas cambian a medida que evoluciona la propia sociedad. Lo que ayer valía y resultaba tolerable, puede dejar de valer hoy y resultar insoportable.

El esfuerzo por auscultar la opinión pública por parte de los miembros de la Casa Real no es menor que el que se tiene que hacer por parte de quienes compiten por el poder en el sistema político, aunque sea de naturaleza completamente distinta. Y es un esfuerzo que tiene que proyectarse de manera indefinida en el tiempo, ya que para la Monarquía el horizonte político no son los cuatro años de la legislatura y la próxima consulta electoral, sino la eternidad. Es un esfuerzo en el que no pueden detenerse nunca y en el que hay que estar ejercitándose permanentemente.

Ése es el sentido que tiene la visita que en estas dos semanas está realizando el Príncipe de Asturias a Andalucía. Se trata simultáneamente del desempeño de la tarea que le corresponde como miembro de la Casa Real y como entrenamiento para el lugar que previsiblemente tendrá que ocupar en el futuro.

Felipe de Borbón no puede no ser consciente de que no le va a ser fácil ocupar el lugar de su padre, que si bien lo tuvo muy difícil en la fase inicial de su reinado, dispuso de oportunidades para legitimarse como Jefe del Estado que son irrepetibles. El país de hoy está más estabilizado políticamente que en 1975, pero eso no quiere decir que el esfuerzo que tiene que hacer el príncipe Felipe hoy y el que tendrá que hacer cuando se convierta en Rey sea menor que el que tuvo que hacer su padre para conservar la Monarquía como forma política del Estado.

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