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LA CRÓNICA
Columna
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La clásica contracrónica de 'Operación Triunfo'

Estoy leyendo el estupendo artículo que publicó Luis Hidalgo el miércoles en EL PAÍS sobre el concierto de los chicos de Operación Triunfo, cuando suena el teléfono (y si suena el teléfono en la primera frase de una crónica es que la llamada va a cambiar el curso de la crónica). Es una famosa estrella de la televisión que me invita a ver ese concierto. Ser una estrella de la televisión que tiene dos entradas y llamar a una chica sin glamour como yo es una figura literaria que los poetas llaman 'un Jordi Carbonell i de Ballester', que es el político que iba el último en la lista de ERC en las pasadas autonómicas. La estrella es Boris Izaguirre. Nos vestimos como si no lloviera y nos plantamos allí. Estoy resfriada, así que mezclo medicamentos con etilo, y eso hace que mi estado de ánimo sea próximo al éxtasis. Boris no sé si ha hecho mezclas, pero está igual de iluminado. Algunas personas normales sufrimos una especie de travestismo cerebral delante de fenómenos concretos como Operación Triunfo. Nos vuelve locas a pesar de que no nos importa, igual que nos vuelve locas la película Grease, la muerte de Lady Di o el regreso de Los Pecos. Puede que sea por nuestra infancia difícil, pero al llegar a Montjuïc ya nos comportamos como dos señoras de esas que van de público al programa de Julia Otero: si nos enfocan con una cámara, saludamos, y si vemos a Javián, nos damos codazos. Cuando Boris hace su entrada en el estadio, la pista está llena de gente. Alguien le ve ('¡es Boris!') y de repente los 19.000 seres que están allí dentro aúllan: '¡Booooris! Booooris!'. Boris saluda a sus fieles con una elegancia que no ha tenido ni tendrá ningún miembro de ninguna familia real, a excepción, tal vez, de Dipendra. Avancemos siete casillas, ya que lo que contó Luis Hidalgo del concierto es, ni más ni menos, lo que fue. Bajemos al catering VIP una vez que todo ha terminado, a ver qué se cuece. Si vas a algun lugar con Booooris, Booooris, se produce un recurso literario que los poetas llaman 'cortinilla del superagente 86', consistente en que se abren todas las puertas a tu paso. En la sala VIP hay camareros que sirven paella y gambas. Me siento en un rincón con una copa (detrás de otra) y miro. Veo a Carlos Lozano, el presentador del programa, que le da un abrazo de machote a Boris. Josep Maria Mainat, el señor rubio de La Trinca, comenta estupefacto con el otro miembro, Toni Cruz: '¿Has visto el Celebration?'. Se refiere a que la gente parecía poseída cuando Rosa cantaba. Un señor le dice a otro: 'Los que actúan primero son como los teloneros, sí, pero es una cuestión de justicia, pobres'. Geno (que ha ido ganando acento canario con los días) tararea sin darse cuenta la canción de Chenoa. Por allí pululan niños y adolescentes, hijos de VIP o de trabajadores del estadio. Como estoy sola, Chenoa, Bisbal y Bustamante se sientan a comer a mi mesa, que, rápidamente, se llena de manjares. No hay pan (esto es un catering moderno) y Bustamante, que es un hombre de pan (que no pide pan, porque él es humilde, y está agradecido a su público) coge dos lonchas de queso y entre ellas pone una de jamón. Se lo zampa como un bocadillo. Boris susurra que está engordando y convenimos que, desde que no trabaja en la obra, este chico no gasta las suficientes calorías. Come con mucha curiosidad mientras Chenoa lo hace como la diva y la mujer de mundo que es. Bisbal chupa las cabezas de seis gambas de un modo prometedor del que no es consciente. Chenoa nos explica que se ha equivocado, que en lugar de decir 'conéctate a mí' ha dicho 'conéctate a yo', como hacen los mallorquines. Rosa ni se ha sentado, está firmando autógrafos trabajosamente. Toni Cruz pone la mano en la frente de Bisbal como si tuviese fiebre (¡Dios mío! ¡No¡ ¡Eso no!). Después hace chasquear los dedos, grita: '¡Juan!', y todo se pone en movimiento. Chenoa recoge el abrigo. 'Es la tensión', me explica, 'a mí también me pasa, me desmayo'. Se los llevan a todos cuando son las 23.55 y nosotros también salimos. En la pista, las mujeres de la limpieza recogen basura familiar y correcta políticamente. '¡Boris...!', gritan, cansadas. Entro un momento en el catering de los currantes. Parece un bar de esos del barrio de Gràcia que se llaman El Mojito. Hay poca luz y plantas encima de las mesas, y el menú está escrito con letras puntiagudas y radicales, en cartulinas. Al salir, Boris me explica que no hay taxis, así que tenemos que usar ese recurso literario los poetas llaman 'un Blanche Dubois', consistente en confiar en la bondad de los extraños. Una furgoneta llena de hombres que parece que estén a punto de ingresar en Quatre Camins tiene dos plazas libres. '¿Nos llevan?', preguntamos. El guapo conductor nos dice que sí, que él es el runner y nos lleva. Por un momento tememos que durante el viaje esos machotes canten: 'Soy un asesino en serie, pero me gusta leer a Jane Eyre. Pues yo soy el asesino del juego de rol, y me gusta la sopa siempre en bol'. Pero no. Los señores machotes -que trabajan en la sección de seguridad- se comportan con nosotros como esos vaqueros rudos y de buen corazón que se sacan apresuradamente el sombrero delante de una dama. Bajamos montaña abajo, felices, en busca de aventuras.

'Operación Triunfo' en el Sant Jordi, vista por detrás... y con Boris Izaguirre, 'Boooris, Boooris'

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