Valleinclanianas
NO TENGO por ocioso rastrear el origen de una bastante extendida falacia: aquella que se refiere a la incultura provinciana de los hombres del 98. El origen pudiera estar en Ortega, en su juvenil descalificación irónica de Julián Sanz del Río o en sus trifulcas epistolares con Unamuno, anteriores aún, pues datan de la estancia del avispado adolescente madrileño en Marburgo. Lo cierto es que la especie hizo fortuna. Que, a veces, se revisó el tópico en lo que hace a Azorín, Baroja, Antonio Machado y el rector de Salamanca, conforme estuvieron a mano ediciones completas o casi. De Valle se pensó que era un improvisador y un intuitivo y que tantos años de maratonianas tertulias de café le restaron tiempo para lecturas. Se ha llegado incluso a negarle toda musculatura intelectual, y esto cuando ya disponíamos de un corpus de su obra lateral: artículos y prosas olvidados, entrevistas y alguna correspondencia. Hoy, tras esta magnífica y esperadísima edición de obras completas, aún falta poner a la luz su archivo, que por alguno de los herederos, sabemos existente pero inaccesible.
De los muchos ejemplos aducibles, tratos muy provechosos con Homero, el maestro Eckart, Miguel de Molinos, Juan de Valdés o el vizconde de Chateubriand, tan seminal como Casanova para las Sonatas, quiero referirme a un modelo de composición que el maestro gallego encontró, no en las letras, sino en la plástica, otra de sus devociones de siempre.
En una carta desde Galicia al director de la revista España, insertada, en parte, en el número de 8 de marzo de 1924, comenta el escritor sus incógnitas de taller a la hora de emprender las Comedias bárbaras, de estatura que yo no dudaría en calificar de shakespeariana. En la escritura ensayó Valle un procedimiento que llama 'angostura de tiempo', un préstamo o deslizamiento de la 'angositura de espacio' con la que él caracteriza la manera de El Greco, frente a Velázquez, pintor donde sucede al revés: todo allí está lleno de espacio. Dejemos reflexionar a Valle. En Velázquez, 'las figuras pueden cambiar de actitud, esparcirse y hacer lugar a otras forasteras. Pero en el Enterramiento sólo El Greco pudo meterlas en tan angosto espacio, y si se desbarataran hará falta un matemático bizantino para rehacer el problema'. ¿Quedará zanjada, tras este inciso de inventiva genial, la ignorante afirmación sobre las pocas letras o el escaso tonelaje mental de quien para algunos, entre los que me cuento, representa la cúspide de las letras en español, junto con Cervantes, san Juan de la Cruz y Borges?
Valle fue poeta en toda su obra. Tal vez por eso ha quedado un poco en la sombra su producción en verso que, sin embargo, ha suscitado trabajos muy valiosos entre los que recuerdo los de José Agustín Goytisolo y Luis Antonio de Villena, éste reducido a su primer, y más desconocido volumen, Aromas de leyenda (1907). Pero sin duda es en El pasajero, traspasado de gnosticismo, y en La pipa de Kif, que adelanta ¡en 1919! y en un registro expresionista muy original, lo que será vanguardia en los más jóvenes, años después, donde se cosecha lo mejor de su verso. En las Completas, ahora aparecidas, se coloca al final de toda la poesía, el que pudiera ser, si descontamos el polémico y amargo Testamento, el último poema del autor. Último, en absoluto decrépito, pese a que don Ramón entraba en la setentena, muy quebrantado de salud además. Al revés. No pueden calificarse sino de supremos e inauditos en su hora, estos tres versos de Rosa de Zoroastro, donde comparece, con toda su magia y estrellera rebeldía, una joven gitana, la cual, rara vez en aquel tiempo, no debía nada a la arrasadora (e igualmente grande) iconografía lorquiana: 'Negra y crepuscular rezó en mi oído / Su agüero. En la tiniebla transparente / De sus ojos, la luz era un silbido'.
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