Decadencia
Todavía colean viejos sistemas y conceptos en estos tiempos de creciente indiferencia democrática. El comunismo sobrevive con respiración asistida y el socialismo se ve obligado a evolucionar más deprisa de lo que quisiera, en un prodigioso alarde de adaptación al medio. El anarquismo parece rebullir, con Ziegler y el 'Bloque negro' y otros movimientos antiglobalización; aunque hoy está más cerca de un Godwin que de un Max Stirner. Cabe preguntarse si en el último siglo el conjunto ha cambiado más que el individuo y si los aparatosos cambios tecnológicos han traído consigo una revolución paralela en las mentes.
Conceptos tales como progreso, regresión, decadencia, todavía no han desaparecido de la escena, si bien ya no ocupan un lugar preminente en la misma. No con el rostro de ciclos, estadios, edades. Según Oswald Spengler, las culturas tienen una vida media de unos mil años y en ellas se producen las fases de las estaciones: niñez-primavera, juventud-verano, madurez-otoño, vejez-invierno. Pero como muchos siglos antes había escrito Ibn Khaldun (brillante promotor de la teoría de los ciclos antropogénicos), la causa del declive hay que buscarla en la naturaleza humana, no en los astros. Según Spengler -coetáneo de Ortega y bien conocido por éste- la cultura occidental estaba en su vejez. Todo eso lo explica muy bien en su magna obra, La decadencia de Occidente, un título que acaso haya influido más que el propio texto.
Viene lo anterior a cuento de la obra cumbre de Jacques Barzun, Del amanecer a la decadencia, que publicada en 2000 en Estados Unidos, se convirtió en un gran éxito editorial. El pasado enero apareció la versión castellana en Taurus. Así pues, con la dichosa decadencia hemos topado de nuevo. Decadencia con relación a qué, debemos preguntarnos. ¿Cuándo ha habido un objetivo a largo plazo para toda una civilización? ¿Es decadente -por ejemplo- que la ciencia y la tecnología primen sobre las humanidades? ¿Acaso la civilización occidental, como un todo, perseguía el objetivo contrario? En realidad, ¿acaso sabe el ser humano de dónde viene y adónde diablos va? Personalmente puedo tener y tengo una visión agria de la vida y del mundo, pero si me hablan de decadencia he de preguntar qué es lo que decae y, tal vez sobre todo, si la regresión de algo es irreversible o coyuntural, y si está compensada o más que compensada por progresos parciales. Grandes convulsiones en una dimensión social, por ejemplo la educación -Barzun, experto en la materia, se refiere a ella ampliamente-, no deben ser aislados del contexto general. En un momento dado, la crisis de un órgano puede ser resultado del crecimiento positivo del organismo. Ni siquiera la decadencia del individuo son habas contadas. El cuerpo declina siempre, pero en ocasiones diríamos que se inmola a la mente. A sus cuarenta años, Cervantes aún no estaba maduro para escribir el Quijote, Miguel Ángel fue más grande cuanto más viejo, lo mismo puede afirmarse de Bach, de Beethoven e incluso de Verdi; entre las grandes obras pictóricas, muchas salieron de las manos inciertas de septuagenarios y octogenarios. La República y Las Leyes son producto de la vejez de Platón. Y así un larguísimo etcétera. En resumen, si hablar de decadencia de las partes plantea problemas, hacerlo de un todo, con sus múltiples interacciones, es poco menos que una impertinencia. A más de presuponer un objetivo, se hace desde un sistema de valores como si éstos fueran inmutables cuando en realidad ni siquiera son compartidos en el seno de una determinada cultura. Uno puede estar de acuerdo con Barzun en que la masificación de la escuela es un mal, pero convertir eso en síntoma de decadencia es un dislate. A la postre, la masificación existe a causa del rigor con que hoy se aplica la enseñanza obligatoria, lo que apunta a un progreso moral o en el peor caso a un avance de las condiciones de la vida.
Valga la crítica de un sistema socioeconómico, pero un sistema es una fase de una civilización y al condenarlo hay que cuidarse de tomar la parte por el todo. 'Hemos llegado al fin de una civilización', afirma Saramago, muy en su papel de vaca sagrada. 'Llamas a un teléfono para pedir una información y sale una música, luego una maquinita. No has recibido aún nada, pero te están cobrando la llamada desde el primer segundo. Y nadie protesta. Nos explotan con exquisitez mefistofélica, diabólica'. Como ejemplo de 'fin de una civilización', ésto sólo puede provocar la carcajada. A Saramago tampoco le gusta el futuro que atisba, pero nos remite al pronunciamiento de los jóvenes. Menos mal, eso es un reconocimiento implícito de lo peligroso de juzgar el futuro con valores tradicionales.
Síntomas no menos chuscos de decadencia encuentra Barzun. Somos hostiles a la civilización occidental (!) y 'las formas y religiones de Extremo Oriente se nos antojan frescas y fascinantes, sobre todo cuando contradicen a los occidentales'. Aparte de eso, Occidente se reprocha los crímenes de la época colonial, mientras 'los defectos de la sociedad actual se atribuyen a objetivos e ideas del mundo occidental'. O sea, que somos decadentes porque previo examen de nuestra historia nos autoflagelamos y porque nos atrae lo ajeno, sean formas, sean religiones. Uno creía que el imperio romano fue grande precisamente por su capacidad de absorción de lo ajeno. Cayó el mundo heleno, pero la cultura de la antigua Grecia fue ávidamene incorporada por los conquistadores. Por otra parte, yo no sabía que nos fascine tanto el Extremo Oriente. Los medios modernos facilitan la comunicación, pero salvo una minoría, los demás no pasamos de adoptar esporádicamente algún dato anecdótico. En cambio, ellos lo toman todo de Occidente, la alta y la baja cultura. Alguien me dijo que gracias a chinos y japoneses, Mozart perdurará por siempre.
No hay decadencia -sea ésta lo que fuere- si hay progreso moral. Hay los crímenes de siempre, pero no todos, gracias al despertar paulatino de una conciencia moral. Aristóteles y Platón convivían cómodamente con el infanticidio y la esclavitud. 'Si las fraguas de Vulcano se movieran solas, no habría necesidad de esclavos', dijo el primero; Platón recomendaba tener esclavos de lenguas distintas, pues no entendiéndose entre sí, se evitaban revueltas. El esclavista de hoy siente con frecuencia la necesidad de justificarse: si no lo hago yo, lo hará otro, dice. Monstruoso y cierto.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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