Some Enchanted Evening
Uno. Trevor Nunn se ha despedido del National londinense con un revival de South Pacific en el Olivier, que conmemora así el centenario del nacimiento de Richard Rodgers. Naturalmente, he corrido a verlo. En mi adolescencia, decir que te gustaban Rodgers & Hammerstein (R & H) equivalía a una excomunión inmediata de los círculos de la progresía o, en el mejor de los casos, a una mirada de sardónico desdén. Como ya hemos entrado de hoz y coz en la neoposmodernidad, puedo decir en voz muy alta que adoro a R & H, que sus canciones me llegan al corazón por vía intravenosa, y que son para mí (hasta el advenimiento de San Stephen Sondheim) los grandes renovadores del teatro musical americano. Antes de R & H había 'comedia musical'; después de Oklahoma (1943), Carousel (1945) y South Pacific (1949) hubo teatro musical: canciones, actores y coreografía estaban al servicio de una historia, y sus creadores ensamblaban las piezas de la máquina, controlando, como nunca hasta entonces, el producto final.
No diré que South Pacific sea un texto especialmente profundo sobre la guerra y los conflictos raciales, pero su tono y sus elementos están muy lejos del conformismo à la Broadway que muchos le presuponen. South Pacific es la crónica de un paraíso degradado: el Pacífico de La taberna del irlandés, con palmeras como estelas de reactor, cielo azul after shave y una luna redonda y brillante como un dólar de plata... pero con las balas japonesas a cuatro pasos, con un puñado de marineros hambrientos de sexo (Nothin' Like A Dame), y un muerto al final, el idealista y enamorado teniente Cable. Y, todavía más insólito para el Broadway de la época, un romance central contaminado por el racismo. Su protagonista, la enfermera Nellie Forbush, es una de las criaturas más arriesgadamente antipáticas de la historia del musical. Dibujada como la prototípica muchacha americana, rubia y alegre, 'corny as Kansas in August', es incapaz de aceptar al hombre que ama, el francés Emile de Becque, porque sus hijos provienen de un matrimonio mixto: algo así como tener a Doris Day y revelar, a mitad de película, que es una racista de cuidado. Nicholas Hytner, actual director del National, fue el primero en mostrar, en su deslumbrante relectura de Carousel (que, por cierto, se repone este verano), la tensión básica del trabajo de R & H: cómo satisfacer a un público masivo sin renunciar a un trasfondo oscuro y convulso, y con un punto de vista abiertamente liberal. No fue un equilibrio fácil (You've Got to Be Carefully Taught, el himno contra los prejuicios raciales que cierra South Pacific, fue prohibido en los Estados del sur) y en sus últimos trabajos (The King and I, Flower Drum, The Sound of Music) se deslizaron por la pendiente que lleva del sentimiento al sentimentalismo.
Dos. South Pacific es, pues, un musical de transición, con un pie en el trasfondo áspero de Carousel y el otro embocando la senda -los niños cantando Dites-moi- que lleva al Do-Re-Mi de The Sound of Music, otro musical subvalorado, pero cuyo verdadero e importante tema es el poder de sanación espiritual de la música. El gran problema de South, estructuralmente hablando, es que casi todas las grandes canciones están en la primera parte y en la segunda se pierde demasiado tiempo intentando anudar las tramas abiertas por la peripecia bélica. Quizá por ser su despedida del National, quizá para salir al paso de las habituales acusaciones de despilfarro, Trevor Nunn ha hecho un montaje sobrio, casi 'barato'. Oklahoma, su anterior musical de R & H para el National, era una superproducción que casi devolvía al teatro los esplendores del Cinerama, y en My Fair Lady los decorados aparecían y desaparecían al paso de los personajes, como si una cámara invisible les siguiera en travellings delirantes. Aquí, Nunn y su escenógrafo habitual, John Napier, juegan simplemente con un ciclorama que muestra crepúsculos de un rojo agónico, surreal, contrastando con una puesta en escena casi brechtiana (camisetas sudorosas, jeeps, documentales de guerra), que a ratos hace pensar en un cruce entre Un hombre es un hombre y el Querelle de Fassbinder. Philip Quast, que estrenó Sunday in the park with George en el National, es un Emile de Becque rebosante de pasión romántica, que esquiva la tentación del exhibicionismo operístico; Lauren Kennedy, casi una desconocida, es Nelly Forbush: canta muy bien pero le falta gancho, presencia escénica. Los reyes de la función son los secundarios y la mejor escena del espectáculo es el maravilloso número del cabaret militar, un prodigio de dirección: sin apenas efectos, con un simple giratorio, Nunn nos muestra su anverso y su reverso, enlazando las múltiples acciones de los personajes mientras, a uno y otro lado, Honey Bun y Happy Talk suenan como himnos a una felicidad imposible, un ojo de huracán cercado por las bombas. Y, por encima de todo, siguen brillando y conmoviendo las canciones, la sensacional partitura de los dos maestros.
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