'Árabes y judíos han sido perseguidos y perseguidores'
Jorge Semprún tiene 78 años. El día que conversamos con él se dolía de una pierna y creía que ése era signo de vejez, se tendría que operar otra vez de la cadera. Su verbo, que atesora ahora un español inequívoco, es mucho más saludable que su pierna. Animado por una memoria incesante que está en todas las partes de su literatura y de su cine, no pierde jamás la convicción de que recordar es una función intelectual que no se puede dejar de lado. Lo recuerda todo y lo perdona todo, dice, y ve este país en una situación acomodaticia: necesita un revulsivo.
Pregunta. Usted ha vivido en propia carnes las principales persecuciones del siglo. ¿Quiénes son ahora, en la crisis de Oriente Próximo, los perseguidos y los perseguidores?
'Siempre he vivido bajo falsa identidad, hasta el punto de que si a mí, en los años 50, en Madrid, alguien me llama en la calle 'Semprún', no me vuelvo'
'La experiencia de Buchenwald me nutrió para convertirme en escritor. Pero, a su vez, esta experiencia me esterilizó durante mucho tiempo'
'Yo creo que fui útil en la tarea de establecer y de abrir cauces nuevos para la acción entre el problema cultural y el problema de las autonomías'
'Yo no tengo zonas oscuras en el sentido de cosas de las que no he querido hablar. Las tengo en el sentido de que hay cosas de las que todavía no me acuerdo'
'España me inspira una cierta preocupación porque estamos en una fase de desorientación. Los valores democráticos, culturales... no se palpan del todo'
Respuesta. En esta triste historia son los árabes y los judíos alternativamente; a lo largo del tiempo, desde que existe el hogar nacional judío, perseguidos y perseguidores han sido ambos.
P. ¿Vislumbra una solución?
R. Vislumbro difícil una solución, pero estimo que ésta tendría que venir si se vuelve con matices, después de tantos años a la resolución de 1947, que fue un legado de la Alianza Antifascista y estableció la necesidad de la creación de dos Estados, la unidad estatal de dos países. Mientras no se vuelva a la creación, rapidísima, de dos Estados seguirá esta situación, de modo que es preciso atender la moción saudí y hacer que Israel reconozca al Estado palestino y se cumpla aquella vieja resolución.
P. ¿Cuál es su impresión humana de lo que ocurre?
R. Desastrosa, terrible, esta es una de las guerras civiles, de terrorismo o de antiterrorismo, más tristes y dolorosas de este siglo, entre hermanos que necesitan entenderse para crear en Oriente Próximo una zona de paz y de democracia.
P. ¿De qué no se ha podido olvidar nunca?
R. Yo tengo mucha memoria y, por consiguiente, tengo mucha capacidad de olvido. Digo por consiguiente, pero no sé si esto va a sobresaltar científicamente a los especialistas del cerebro, porque a lo mejor es todo lo contrario, no lo sé, pero lo que sí sé es que cuando se tiene mucha memoria se tiene, a su vez, una importante capacidad de olvido. Por supuesto, esta disposición, esta capacidad de olvido, como aquí la estoy llamando, no significa que las cosas se borren o desaparezcan, no significa que pase inmediatamente a perdonar cosas de mi memoria, o a perdonar, por ejemplo, a otros que se encuentran de alguna manera en mi memoria. Pero, siguiendo el hilo de la pregunta, me parece importante afirmar que existe en efecto un tipo de cosas de las que no me olvido nunca, y son todas aquellas que están vinculadas, relacionadas, con la experiencia de la resistencia.
P. Ha empleado la palabra perdón. ¿Qué es imperdonable?
R. Tengo cierta tendencia a decir, filosóficamente hablando, que la capacidad de perdón es una de las más grandes suertes, una de las posibilidades más importantes con las que cuenta el ser humano. Pero resulta muy difícil marcar límites de antemano, trazar fronteras a priori. Yo, por ejemplo, soy propenso a decir que hay cierto tipo de crímenes que no son perdonables: el exterminio del pueblo judío durante la guerra, por citar uno muy claro. Y a veces, cosas que son mucho menos sangrientas y menos dramáticas, pero que son también terribles. Para mí es imperdonable, en este sentido, cualquier gesto de humillación voluntaria que alguien comete hacia otra persona.
P. De lo que ha dicho podemos desprender entonces un pequeño corolario: perdonar no es olvidar.
R. En efecto: olvidar, jamás; perdonar, sí. Además, lo que sucede es que si perdonas a un delincuente, por ejemplo, y para decirlo de una forma más 'jurídica', cualquiera que sea el delito o el crimen que haya cometido, si lo perdonas íntimamente, aunque ese perdón no pueda siempre tener su consecuencia social, si lo perdonas tú íntimamente, quiero decir, en tu propio ser, le das la posibilidad de volver a ser humano, de volver a ser hombre, individuo, de volver a ser no-delincuente. Si no perdonas a este nivel a un delincuente nunca podrá volver a ser humano, en el sentido personal y social del concepto.
P. ¿Usted ha escrito para perdonar?
R. No, yo he escrito por una cosa muy sencilla: porque quería ser escritor. Y la experiencia del campo, la experiencia de Buchenwald, me nutrió para convertirme en escritor, para escribir. Pero, a su vez, esta experiencia me esterilizó durante mucho tiempo, me prohibió escribir, porque para mí escribir en los años 45 o 50, escribir para mí en esos tiempos era quedarme en la memoria de la muerte, quedarme dentro de ella, reavivarla, reactivarla y, por tanto, tuve la seguridad absoluta -si pudiera emplearse esta palabra aquí- de que acabaría suicidándome. El suicidio de Primo Levi, o de otros escritores deportados, corrobora un poco el hecho de que esa posibilidad existe siempre en la memoria de un individuo que ha pasado por experiencias semejantes, donde el que lo tiene más fácil para sobrevivir no es justamente un escritor, por una razón elemental: que la escritura te relaciona con la muerte, con la memoria de la muerte. Entonces, claro, volviendo a la pregunta, la primera razón por la que yo escribo es porque yo quería ser escritor, y lo soy finalmente, a pesar de todo, después de ese olvido, de esa terapia del olvido voluntario, pero dentro de ese cuadro general que estoy trazando yo escribo sobre todo. Pero yo escribo no para recordar, porque recuerdo todo, sino que escribo -sobre todo en este último periodo, siendo ya ancianito- porque sé perfectamente que los testigos estamos desapareciendo, estamos en el umbral de la época en que ya nadie tendrá memoria directa de esa experiencia, de esas experiencias. Y también, por otra parte, estoy esperando que aparezcan novelas sobre estas experiencias, porque creo que si no hay ficción todo es mucho más difícil.
P. En su último libro -Vivirá con su nombre, morirá con el mío- se percibe un dolor que es incluso superior al que se puede advertir en La escritura o la vida, en el sentido de que hay como una especie de perplejidad ante el papel que la historia humana le hizo vivir...
R. La escritura o la vida es un libro de serenidad, es un libro sereno, mucho más que los otros dos de los campos, porque yo pensaba realmente que había hecho ya ese trabajo de luto, de duelo, ése que dicen los psicoanalistas que hay que hacer con el pasado, trabajo de memoria, de colocar en el sitio adecuado de la memoria todo ese dolor. Luego surgió un episodio, volvió a emerger ese episodio que no estaba olvidado, porque si hubiera estado olvidado no hubiera podido salir nuevamente a la superficie. Y surgió por algo tan absurdo, tan casual, surgió cuando un director de teatro francés, Daniel Bemoin, me encargó que hiciera la versión castellana de Las troyanas, de Séneca, y me encontré con una frase latina, la última que quería decir ese deportado francés amigo mío, de repente estaba traduciendo al castellano Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil ('Después de la muerte la nada, la muerte misma no es nada'). Entonces surge el episodio que comento, y ese volver a surgir fue tan brutal, yo comprendo en ese instante que es una experiencia terrible de fraternidad en la muerte, de ser juntos para la muerte, los dos. Porque en ese preciso momento te puedes situar perfectamente en el lugar del otro, puedes perfectamente pensar que eso te va a ocurrir a ti, que tú das tu nombre y tu número a alguien para que pueda sobrevivir. Eso surge en ese momento y se impone. Tenía un libro en marcha y lo dejé todo para hacer ese libro que se me impuso en el recuerdo, lo que trastocó un poco mi relación con esa memoria, que se había serenado y se había apaciguado con La escritura o la vida. Ahora no sé qué va a pasar.
P. ¿Cómo le ha afectado personalmente, humanamente, esa historia en concreto, la de que un día te ves en la situación de sustituir o de tomar la identidad de otra persona?
R. Eso, en cierto modo, es una alegoría o una metáfora dramática y exasperada de lo que me ha ocurrido a lo largo de una buena parte de mi vida: siempre he vivido bajo falsa identidad, con otra identidad, hasta el punto de que si a mí en los años cincuenta, en Madrid, alguien me llama en la calle 'Semprún', no me vuelvo, pero si me llaman 'Federico Sánchez' me da un respingo, porque tampoco sabía mucha gente este nombre, esta falsa identidad. Si me llaman 'Agustín', sí que me vuelvo y respondo, porque me he llamado Agustín Larrea durante mucho tiempo. O sea, que ese estar, que ese vivir en una identidad que uno ocupa, pero que no es la suya propia, esta experiencia del campo que estoy contando es una metáfora, dramática y exasperadamente dramática, de lo que me ha ocurrido en la vida, experiencia a la que, si se añade la del exilio y la del hecho de que soy español y francés en cuanto al idioma se refiere -¡y el idioma es mucho!-, yo soy un individuo totalmente esquizoide, totalmente escindido, pues esta metáfora de la identidad falsa es símbolo perfecto de cómo he pasado mucho tiempo en y sobre la vida, el tener que vivir con un nombre que no es el mío.
P. Con un nombre y con una lengua...
R. Con un nombre y con una lengua. Pero, volviendo a lo que hablábamos antes de los campos, todavía no sé si lo haré en algún libro, un libro que si lo escribo tendré que hacerlo en castellano, porque lo que se dice recuperar la lengua materna yo lo hice en Buchenwald. En el año 39, cuando termina la guerra, cuando mi padre tiene que abandonar la legación de la España republicana o de España, en aquel momento es España, claro, en La Haya, año en el que empieza el exilio en París, me meto tan de lleno en el francés para asimilarlo, para dominarlo, para amaestrarlo, para hacerlo mío, no es que me olvide del castellano, porque esas cosas no se olvidan nunca, a los quince años además, si fuese a los dos. La lengua materna es la lengua del contar, dos y dos son cuatro, eso se me queda para siempre en castellano. Pero como idioma literario, de comunicación, el castellano había desaparecido un poco, eso también es cierto. Quise ser escritor de francés, en francés, un poco como una especie de desafío personal. Entonces el castellano, como digo, vuelve en el campo, fíjate que cosa más extraña, lo más lejos posible de España, de la memoria, en el triple exilio, en el último círculo del infierno, vuelve el idioma de la niñez y de la memoria, y para animar a los compañeros recuerdas trozos de Lorca para hacer pequeños espectáculos de teatro entre nosotros. Ése es un momento clave para mí, quizá incluso 'el' momento clave.
P. Dice que los testigos están desapareciendo. ¿Y los testigos que no han desaparecido han dicho todo o hay, por ejemplo, zonas oscuras que nunca se han revelado? ¿Usted las tiene?
R. No, yo no tengo zonas oscuras en el sentido de cosas de las que no he querido hablar. Yo tengo zonas oscuras en el sentido de que hay cosas de las que todavía no me acuerdo; bueno, puedo acordarme si hago un esfuerzo, quizá queden, no puedo descartar la hipótesis de que pueda surgir todavía alguna, pero será de detalle seguramente.
P. Hay una frase que escribe en La escritura o la vida, aquella de que 'lo sobrehumano sólo lo pueden hacer los hombres'. ¿Ha visto mucho esfuerzo humano -mucho esfuerzo sobrehuma-no- a su alrededor, o ha visto más cobardía?
R. Yo diré que en mi campo de concentración, en Buchenwald, que era un campo a donde iban los políticos en el sentido de los resistentes, los combatientes, había una especie de selección. Ahí es donde predomina lo sobrehumano, pero también ha habido cosas no tan humanas. Lo más importante, creo yo, y a nivel filosófico, por ejemplo, de una filosofía conectada con lo vital es que se demuestra que lo que define al ser humano es su libertad en las condiciones de opresión mayores incluso, lo que lo define es la libertad. En el campo no tenías libertad de ir al cine, libertad de ir de juerga, pero libertad de hacer bien o mal las cosas sí tenías. Y claro, yo he visto gente que robaba el trozo de pan de un compañero que lo había escondido para poder comer algo más tarde, sabiendo perfectamente que robar, quitarle ese trozo de pan, le condenaba al otro a 15 días menos de vida, bueno a lo mejor son ocho, equis días de vida, porque claro, el agotamiento es terrible, fue terrible. Pero yo he visto a gente también repartir su trozo de pan. Es mucho más difícil, por supuesto, repartirlo que robarlo. En otros campos y en otras circunstancias, por todos los testimonios que he leído, podía predominar la parte oscura del alma humana, alma para llamar de forma un poco simplificada lo que se puede llamar de otras maneras: el espíritu, la voluntad, la energía, la curiosidad, todo eso que está dentro de la palabra alma.
P. Y en el ámbito más amplio, el de su propia actividad, como activista y resistente, ¿se arrepiente de algunas de las decisiones políticas que tomó o de las vías que siguió?
R. Sinceramente, arrepentimiento, en el sentido moral de la palabra moral, no. Arrepentimiento o autocrítica en el sentido ideológico o político, sí, claro. Pero yo tuve la suerte, de todas maneras, no de ser comunista, porque ya lo era en el campo de concentración, pero sí de empezar a tener responsabilidades en el Partido y, por consiguiente, a tener la posibilidad de tomar decisiones gravemente dañinas para con unos o para con otros, desde el punto de vista moral o incluso práctico, de expulsar o de no expulsar a alguien. Yo tuve la suerte de empezar mis actividades después de la muerte de Stalin. O sea, en el periodo del 53, donde comienza tímida y oscuramente, en los aparatos de los partidos europeos, y no públicamente, lo que luego se codifica en el XX Congreso del PCUS, la crítica a Stalin, la corrección de una serie de métodos administrativos y brutales, la rehabilitación de algunas víctimas, el cierre de los campos de concentración en los países del Este y en la Rusia posestaliniana, el regreso de los presos del Gulag... Mi historia personal está relacionada de este modo con la época menos oscura de la historia del PC. Asumo históricamente ciertos errores políticos, pero no soy responsable de las injusticias inadmisibles.
P. Y después de tantas identidades y de tanta historia, un día le hacen político español de la democracia y viene a trabajar con Felipe González. ¿Qué percepción tuvo en ese entonces de la recepción que se le dispensó?
R. La verdad es que durante unos meses fue muy fácil, porque yo he sido, como mucha gente en este país, un gran admirador desde el primer momento de Felipe González. Yo lo conocí cuando todavía era Isidoro, antes de la muerte de Franco, y tuve, en parte por intuición política y en parte porque yo había tratado en diez años al personal político de la izquierda española, tuve, digo, la intuición de que Felipe González era el hombre del porvenir de la izquierda en España, rapidísimamente tuve esa impresión. Lo digo sin temor a parecer pretencioso o vanidoso. Luego, a partir de ahí, hasta el año 88, en que me propone y me 'exige' amistosamente que sea ministro, nos vemos muy a menudo, pero al margen de todo tinglado político, institucional, oficial, sostenemos larguísimas conversaciones a lo largo de muchos años. A mí me interesaba, tenía mucha curiosidad en trabajar con ese hombre que había conquistado el poder en unas elecciones democráticas y con mayoría absoluta, que no es poca cosa. Que fuera el Ministerio de Cultura, ¿por qué no? La primera experiencia es que el Ministerio de Cultura en España no tenía los medios necesarios para ser verdaderamente importante, para tener la importancia debida, incluso en la España de la democracia y de las autonomías, en que había que traspasar y autorizar competencias y tantas otras tareas de relevancia. Yo creo que lo que a mí me salió bien fue, aparte de lo que puede significar frente a Europa un ministro bi o trilingüe, europeo, orteguiano en eso, sólo en eso por lo menos, porque España es el problema y Europa es la solución... Pero volviendo, yo creo que fui útil en la tarea de establecer y de abrir cauces nuevos para la acción entre el problema cultural y el problema de las autonomías, sobre todo con el Gobierno catalán, que es la autonomía con mayor historia, entidad y tradición cultural lingüística; ojalá hubiera tenido las mismas posibilidades con Euskadi, pero claro, los problemas mediatizados por el terrorismo eran mucho más difíciles de resolver.
P. Su literatura es de sentimientos. ¿Qué sentimientos le despierta ahora este país?
R. Para decirlo claramente, este país me inspira una cierta preocupación, porque yo creo que es un país que a los extranjeros, a los europeos, les entusiasma. España los sorprende todavía: los que son empresarios e industriales, por su dinamismo empresarial; los que son aficionados a las letras, por sus palabras; los que son aficionados a la vida, por su vitalidad. Pero a mí me preocupa porque estamos en una fase, cómo decirlo, de desorientación. Los valores democráticos, culturales... no se ven muy bien, no se palpan del todo, lo cual no quiere decir que no haya trayectos individuales que sigan siendo formidables, y que no haya inventores de lenguajes nuevos. Es como si este país, en realidad, necesitara hoy en día una especie de vivacidad nueva, de nuevo revulsivo.
P. ¿Y la izquierda qué tiene que hacer?
R. La izquierda tiene que acostumbrarse a que la reconquista del poder exige una serie de evoluciones y de adaptaciones, un dinamismo nuevo, pero la izquierda sigue necesitando absolutamente que su eje principal sea la construcción de un partido socialdemócrata moderno. Hoy el porvenir de la izquierda sigue estando en un partido socialdemócrata que necesita desarrollarse, cambiar de estilo, pero es por donde, creo que inevitablemente, pasa y debería pasar la corriente de la izquierda en España.
El hombre que no conocía a Di Stéfano
EN MEDIO DEL PEOR franquismo un hombre guapo se dispone a mezclarse el lunes por al mañana con los parroquianos que toman churros y coñac cerca de la Plaza de San Juan de la Cruz, en Madrid. El Real Madrid acaba de celebrar una de sus grandes victorias y Alfredo di Stéfano había sido, como siempre, el héroe de la tarde.
Este hombre alto y elegante, de pelo negro y ojos muy vivos, quiere estar en la conversación, y pregunta: '¿Quién es Di Stéfano?'. El coro de aficionados se interrumpe drásticamente y este hombre recibe decenas de miradas dominadas por la sorpresa.
Inmediatamente se da cuenta de que ese ha sido el peor lapsus de su larga vida de agente comunista y clandestino, que le ha metido bajo varias identidades falsas, la última de las cuales es la de Federico Sánchez, con la que ha estado a un milímetro de sucumbir ante unos parroquianos que en aquel tiempo podían sospechar de cualquiera que no conociera al futbolista más popular del mundo.
Federico Sánchez se repuso como pudo y siguió siendo clandestino en España hasta que Santiago Carrillo le hizo clandestino, o inexistente, en su propio PCE. Hoy, aquel Federico Sánchez sabe quién es Di Stéfano pero ha luchado años para saber cuál es su verdadera identidad, que durante décadas tropezó con la propia dureza implacable de un siglo que le hizo por entero lo que hoy es Jorge Semprún, español de 78 años.
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