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Columna
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Vigas de ayer y de hoy

La acelerada transformación del territorio español -antes plataforma de emigración hacia América y Europa- en espacio de acogida para trabajadores extranjeros obliga a la apresurada metabolización social y política de esa nueva realidad. Aunque el porcentaje sobre el censo de la población inmigrada -regularizada o no por la Administración- esté aún por debajo de la media de la Unión Europea, la visibilidad cotidiana de centenares de miles de personas con otras costumbres, lenguas y religiones constituye una fuente de inquietud para la ciudadanía y una oportunidad de manipulación para el Gobierno. Así, la correlación entre el aumento de la inmigración y el crecimiento de la delincuencia fue maliciosamente convertida por el presidente Aznar -dentro de una respuesta parlamentaria al secretario general del PSOE- en causa única e indiscutible del deterioro de la seguridad ciudadana, sin advertir tal vez que ese tipo de irresponsable presentación de las estadísticas fomenta la xenofobia.

La educación de los inmigrantes en edad escolar (un derecho garantizado por las leyes, sea cual sea la situación legal de los padres) constituye un semillero de cizaña interétnica. La prohibición de asistir a clase dictada hace tres semanas por la dirección de un centro de San Lorenzo de El Escorial contra una colegiala que acudía al aula con un pañuelo en la cabeza se solucionó finalmente de manera satisfactoria; el episodio, sin embargo, sacó a la luz el potencial conflictivo de las diferencias culturales. La renuencia de los colegios religiosos subvencionados con dinero presupuestario a escolarizar a los niños procedentes de otras áreas culturales, religiosas y lingüísticas está sobrecargando injustamente las aulas de los colegios públicos. Y la reclamación de la comunidad musulmana en España para que el Estado pague las clases de religión islámica (y no sólo la católica) se mira en el espejo del privilegiado trato concedido al Vaticano por el Concordato.

Las instituciones públicas hubieran debido emplear los años previos al inexorable cumplimiento de los pronósticos demográficos sobre las corrientes migratorias desde el Magreb a España para estudiar las experiencias de otros países europeos; la obra de Gilles Kepel en torno a la expansión de la cultura islámica en Francia y Reino Unido (Al Oeste de Alá, Paidos, 1995) muestra el alto grado de semejanza con el caso español. Pero las negativas reacciones despertadas por la inmigración marroquí en los sectores más conservadores de la sociedad española, azuzadas por el innecesario conflicto diplomático entre Rabat y Madrid, no se explican sólo por la mayor dimensión y la intensa aceleración de los movimientos de población a través del Estrecho. Se diría que las inercias de la vieja confesionalidad católica del Estado, capaz de saltar por encima del artículo 16 de la Constitución para producir espectáculos tan pintorescos como la ofrenda anual al Apostol Santiago, juegan algún papel en el asunto: aunque la intolerancia alcanzase su máxima cota con el nacionalcatolicismo del franquismo, Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón de Jesús.

Para denunciar la teocracia fundamentalista fuera de nuestras fronteras y para prohibir la ablación del clítoris dentro de nuestro Estado de derecho basta con apelar a valores universalistas y con exigir el cumplimiento de la ley. Las vigas en el ojo propio de la cultura cristiana denunciadas en su día por los clásicos de la tradición humanista europea -cuya ardorosa defensa corre actualmente a cargo de Berlusconi en Italia y del Club de Amigos de la Batalla de Lepanto en España- compiten con el fanatismo y la belicosidad atribuidas hoy a las culturas ajenas. Montesquieu utiliza en las Cartas Persas la perspicaz mirada del viajero Usbek para ridiculizar las costumbres de la civilización francesa y el culto al Papa (el mago capaz de hacer creer 'unas veces que tres son uno, otras que el pan que come no es pan y el vino que bebe no es vino'). El Tratado sobre la tolerancia de Voltaire nos recuerda que 'no existe ciudad o pueblo europeo donde no haya corrido la sangre por disputas religiosas y donde las mujeres y las niñas no hayan sido asesinadas tanto como los hombres'. Pero no es preciso remontarse hasta las Guerras de Religión de los siglos XVI y XVII para ilustrar la crueldad y la barbarie europeas: si la Gran Guerra sacrificó en sus frentes a ocho millones de muertos y a seis millones de inválidos, la Segunda Guerra Mundial segó la vida -sólo en Europa- de 35 millones de personas.

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