El poeta rescatado de su propia muerte
La antología 'Contra la soledad' recupera la obra del escritor granadino Javier Egea
Después de muchos años anunciándolo entre bromas y veras a sus amigos, tras los periodos en que acudía a las playas de Cabo de Gata para huir del alcohol y la tristeza y los periodos en que regresaba a él y a la amargura, el poeta Javier Egea decidió, el último día de julio de 1999, no esperar a las vacaciones de agosto: se dio las vacaciones para siempre. Antes de poner fin a su vida, ordenó muy bien sus poemas y dejó escritas unas instrucciones muy precisas sobre su obra. Mientras vivió se consideró a sí mismo como un maldito. Ahora, más de dos años después de su muerte, es uno de los poetas más leídos y seguidos por las nuevas generaciones. Su obra está considerada como impresionante, y empieza a ser analizada con detenimiento. Lo que puede empezar a conocerse como el fenómeno Egea ha comenzado ya con la edición de Contra la soledad, una antología poética en la que no sólo aparecen sus versos, sino los de todos aquellos que lo quisieron en vida. Es el poeta rescatado de su propia muerte.
Javier Egea (Granada, 1952-1999) está considerado como el padre, junto a Luis García Montero y Álvaro Salvador, de la corriente que se conoció como la otra sentimentalidad o la poesía de la experiencia, es decir, ese género en el que las cosas cotidianas, los taxis, las paradas de autobús, las noches de alcohol o los besos descuidados son la materia prima de la vida y la escritura del poeta. La corriente tuvo un enorme auge a comienzos de los años ochenta, cuando García Montero comenzó a cosechar éxitos como el Premio Adonais. Egea publicaba, por su parte, obras tremendas (Troppo mare, El Paseo de los Tristes...).
Luego, a mediados de los noventa, cuando García Montero se convertía en una de las plumas más afianzadas del país, Egea (Quisquete, entre los amigos) fue apagándose a causa de sus continuas depresiones y altibajos de ánimo. Continuó escribiendo sin cesar, pero cada vez más desconectado de los ambientes literarios y de los circuitos promocionales. Ni siquiera los intentos de sus amigos para animarle a dar su obra a la luz sirvieron para que él se considerase entre los importantes. Finalmente decidió que valía más como poeta muerto que como poeta vivo. Optó por el suicidio.
Contra la soledad, un volumen preparado por Pedro Ruiz Pérez y publicado por la editorial DVD de Barcelona, cuenta con una amplia selección de lo mejor de la obra de Egea, como su manera terriblemente ingeniosa de modernizar la temática en formas tan clásicas en la poesía como el soneto o de acudir a los géneros más antiguos de la poesía para darles una pintura nueva.
El libro recoge poemas de obras como Serena luz del viento (1970), A boca de parir (1976), Troppo mare (1984), Paseo de los Tristes (1983), Argentina 78 (1983) o Raro de luna (1990), éste último tal vez uno de sus libros más fundamentales y decisivos. Tras un estudio pormenorizado sobre la obra de Egea y todas las aportaciones que hizo para la renovación poética de los años ochenta y noventa, Pedro Ruiz Pérez recoge también una antología de todos aquellos poemas que, en vida o tras su muerte, otros dedicaron al autor de Troppo mare. Una última parte son artículos de opinión y ensayos reflexivos pertenecientes a autores como Luis García Montero, Justo Navarro, Álvaro Salvador, Ángeles Mora, Juan Carlos Rodríguez, Antonio Jiménez Millán o Benjamín Prado, entre otros.
A través de la antología, que fue presentada el pasado lunes en la Facultad de Derecho de Granada, el lector puede ir acercándose a la obra de un poeta muy conocido en los círculos literarios y artísticos granadinos (Egea era uno de los grandes animadores en las veladas con Antonio Muñoz Molina o el pintor Juan Vida) y desconocido para el gran público. Estaba considerado como el hermano mayor de los poetas de la otra sentimentalidad y gozaba del respeto y la admiración pública de autores como Rafael Alberti, con quien compartió en muchas noches whisky y recuerdos de mujeres.
Y son precisamente los poetas más jóvenes y más brillantes en la ciudad, como Andrés Neuman, quienes empiezan a reivindicar su obra, su estilo y su manera de escribir versos absolutamente demoledores o poemas como Noche canalla, que más que poemas son tangos desgarrados. O aquellos en los que intuyó su muerte, hoy cierta.
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