'Me gusta el fútbol'
Johan Cruyff repasa en un libro los secretos de un deporte en el que ha marcado una época como jugador y como entrenador
'El fútbol consiste básicamente en dos cosas. Primera: cuando tienes la pelota, debes ser capaz de pasarla correctamente. Segunda: cuando te pasan la pelota, debes tener la capacidad de controlarla. Si no la controlas, tampoco puedes pasarla'. Así, con una verdad elemental pero a veces olvidada, comienza Johan Cruyff (Amsterdam, 25 de abril de 1947) su libro Me gusta el fútbol (RBA Libros, SA, en castellano, y La Magrana, en catalán; 2002; 12 euros), del que se transcriben tres capítulos. Desde su condición de leyenda de este deporte, pero con la sencillez del viejo maestro capaz de hacerse comprender por todos, repasa con originalidad, inteligencia y talento los secretos de un juego apasionante.
'En cualquier club siempre debería haber sobre el campo cinco jugadores seleccionables'
'Mientras las líneas aguantan las distancias entre sí, nunca puede pasar nada'
Es importante tener entrenadores que contagien la alegría y el amor al arte, no los aspectos menos agradecidos y sacrificados del juego, sino su lado más luminoso y estimulante.
La gran equivocación de muchos entrenadores, digamos que más teóricos, es que piensan que unos niños de 7 u 8 años no quieren ganar. Es un tremendo error. ¡Y tanto que quieren ganar! ¡Incluso más que muchos adultos! Porque los más puñeteros son los chavales, y, a veces, también los más crueles. Fíjate en cómo, de niño, si tenías un amigo muy amigo, pero que era muy malo jugando, cuando organizabas un partidillo en la calle nunca lo elegías para que estuviera en tu equipo. En cambio, siempre te las apañabas para que el bueno jugara contigo, aunque fuera tu peor enemigo o un chaval que no te caía demasiado bien. Después del partido volvías a ser amigo del malo, pero durante el juego te aliabas con el mejor. ¿Acaso no es eso querer ganar? Por tanto, lo que conviene enseñar a los chavales es a disfrutar, tocar, crear, inventar, explotar sus cualidades rectificando sus defectos sin estropear sus virtudes, precisamente lo contrario de lo que todos parecen obsesionados en inculcarles. Porque ellos ya son tremendamente prácticos y serán los primeros que sólo querrán ganar. Y estoy hablando de niños de 7 y 8 años porque, más adelante, a medida que adquieres experiencia y amplías tus puntos de vista, tienes más argumentos para comprender las razones de una derrota. Por eso es importante tener entrenadores que te contagien la alegría y el amor al arte, no los aspectos menos agradecidos y más sacrificados del juego, sino su lado más luminoso y estimulante. Actualmente, ya no es así, por desgracia. Hay que regresar a los orígenes del fútbol, y los orígenes nos dicen que, en la mayoría de las ocasiones, el fútbol es técnica y que por eso se empieza, y que este fantástico deporte se inventó para disfrutar y, a partir de aquí, crear la afición, no para correr sin ton ni son ni pegar patadas.
El arma más eficaz para jugar al fútbol es la suma de técnica y sentido común. Y la técnica se aprende de pequeño. Muchas veces me preguntan: ¿cómo podemos inculcar estas nociones técnicas en las categorías inferiores, entre los niños que todavía están capacitados para aprender? Recuerdo que cuando era entrenador del Ajax a veces iba a entrenar con los chavales de 10 años, pero no en el campo, sino en el parking. ¿Por qué? Pues porque en el parking se aprende mucho. Si juegas en un campo de hierba, de esos verdes, mullidos, perfectos, que tanto abundan en Holanda, y chocas contra un jugador y te caes al suelo, no pasa nada, te levantas y ya está. En el parking, en cambio, si chocas contra un jugador y te caes al suelo de cemento, te haces daño, te haces una rascada, te duele, a veces incluso sangras. Así que tienes que espabilarte, aprender a moverte con más rapidez y decidir con más celeridad qué haces con la pelota o tus movimientos sin balón. Con este pequeño detalle de un entrenamiento ya estás condicionando dos o tres aspectos muy importantes del juego: posición, control del balón, velocidad, concentración. A la larga, todo esto te servirá y tendrá consecuencias directas sobre tus prestaciones en el campo y, por tanto, en el rendimiento global del equipo. Así, pues, con sólo cambiar algo tan simple como el lugar de entrenamiento de un campo de hierba a un parking, introduciendo la circunstancia de un terreno áspero, inusual, estás fomentando la anticipación, la rapidez. Aprendes a llegar primero, a soltar la pelota antes y a pasar el balón rápidamente. En resumen, estás entrenando tres acciones en una. Y puede que los jugadores que son fuertes y corpulentos nunca hayan entrenado estos detalles. Pero luego, cuando los dos tengamos 18 años y estemos en un partido de competición, la diferencia entre el fuerte y yo será que yo sabré anticiparme, sorprender por velocidad y, en definitiva, pensar más deprisa porque en mi fase de formación tuve la oportunidad de trabajar estos aspectos, que pueden parecer secundarios, pero que, a la hora de la verdad, resultan fundamentales.
En mi carrera como profesional, estos detalles me salvaron en muchas situaciones. Siendo todavía niño, desarrollé en los entrenamientos la técnica para poder explotar mejor mi juego y superar cierta inferioridad física respecto a jugadores más corpulentos, sí, pero también más lentos. Lo cual no quiere decir que me entrenara más, sino que aprovechaba mejor los entrenamientos. Siempre he pensado que cada desventaja tiene sus ventajas. Si soy pequeño, tengo que ser más espabilado. Si no soy fuerte, tengo que ser más listo; no me queda otro remedio.
Lo malo es que a los jóvenes que destacan por creativos y técnicos los quitan. Por eso cada vez hay menos y cuesta tanto encontrar jugadores como Aimar o Saviola, por ejemplo. En eso hay que darle crédito a Van Basten, un jugador de primera línea que tuvo que retirarse por culpa de las lesiones, con toda su experiencia acumulada y todo su prestigio, cuando dijo: 'A mi juicio, si yo he tenido diez entrenadores, uno me enseñó algo, tres no me estropearon y seis intentaron joderme'. Yo, en cambio, tuve la gran suerte de tener entrenadores que valoraban el fútbol. Y, aunque físicamente ni siquiera tenías fuerzas para lanzar bien un córner, siempre me ponían en el equipo. Por mi constitución, era incapaz de chutar desde fuera del área. Era un desastre, la pelota no llegaba a la portería. Pero, a raíz de eso, me ayudaron, intentaron que superase mis limitaciones, incluyeron sesiones de musculación extra en mi preparación y, sobre todo, estimularon la velocidad sin abusar tampoco de esos ejercicios. Actualmente, muchos dicen valer, pero pocos pueden demostrarlo. Nunca me tocaron mi calidad, y así aprendí lo más importante para luego ser entrenador: nunca hay que tocar la calidad de alguien. La práctica sirve para ajustar y hacerlo en pequeñas dosis. Toda mi carrera como entrenador se basa en analizar a cada jugador por sí mismo y, a partir de ahí, trabajar su calidad y que esa calidad revierta positivamente en el rendimiento del equipo y el espectáculo.
Si queremos que la selección nacional esté en el lugar que le corresponde, no se la puede convertir en un engorro ni en un lastre para todos.
Hay otro aspecto derivado de esta saturación de competiciones, exceso de partidos y caos en el calendario, que tiene repercusiones sobre una cuestión que, personalmente, me preocupa mucho: las selecciones nacionales. El equipo nacional tiene que ser la máxima preocupación de los estamentos del fútbol de un país. Ahora, por ejemplo, en Europa iniciamos una etapa en la que todos vamos a tener la misma moneda y un espacio común e idéntico de relaciones económicas, jurídicas, sociales y políticas. ¿Qué nos queda para diferenciarnos los unos de los otros? Pues, además del idioma y quizá de la gastronomía, la bandera. No estoy hablando de ningún país en concreto. Puede ocurrir que en algunos países este sentimiento esté más difuso o no acabe de consolidarse alrededor de una única identidad aglutinadora. En España, por ejemplo, las cosas no son como en otros países europeos. Lo comentábamos en una ocasión con Jorge Valdano. Existe una variedad de mentalidades que dificulta la estabilidad de este sentimiento. Aquí casi nadie dice en voz alta que es español. Eso sí: se sienten orgullosos de ser catalanes, andaluces, gallegos, vascos... Por si eso fuera poco, existe una rivalidad y, a veces, incluso enemistad entre diferentes zonas del Estado, lo cual tampoco facilita demasiado las cosas. Pero, en general, jugar en el equipo nacional de tu país es un orgullo. En Holanda, además, todavía resulta más llamativo porque toda la afición que se vuelca con la selección va vestida de color naranja. Con otro color, quizá no se vería tanto ni sería tan espectacular. Y éste es un espectáculo precioso. Repito, se trata de un espectáculo, de algo con lo que te puedes identificar por encima de tu equipo local, de tu ciudad... Por otra parte, se da la circunstancia de que cada vez es más dificil sentir a tu equipo como tuyo debido a la proliferación de jugadores procedentes de otros países. Precisamente por eso, el equipo nacional debe tener prioridad o, en todo caso, un mayor protagonismo que el que tiene actualmente.
En este sentido, Francia ha utilizado el fútbol como una vía de integración de la inmigración. A su manera, Holanda también. La selección representa algo más que jugar un partido. Lo malo es que para todos los que están en los clubes el equipo nacional es una fuente de problemas. Un problema porque juega, un problema porque hay que ceder a los jugadores y a veces regresan lesionados o cansados... En resumen, todo son problemas. Pero para la gente, en cambio, no es así. Hay que ver los partidos del equipo nacional como una oportunidad de unificación, como lo han visto en Francia, por ejemplo, donde han conseguido aglutinar alrededor de los éxitos de su selección muchos aspectos que demuestran la dimensión extradeportiva del fenómeno. Y para que la intervención y participación de los jugadores de club en el equipo nacional esté clara desde el principio y no se produzcan problemas necesitas el calendario único. No basta con pasarse el día lloriqueando cada vez que se produce un problema y convocan a casi toda la plantilla; lo que hace falta una vez más es aplicar el sentido común. Si queremos que el equipo nacional esté en el lugar que le corresponde, no podemos convertirlo en un engorro ni en un lastre para nadie, sino, al contrario, darle el respaldo de todos los estamentos: federaciones y clubes.
Ésa es la razón por la cual considero que en cualquier equipo de club siempre debería haber cinco jugadores seleccionables sobre el campo. Dejemos de hablar de una vez por todas de extranjeros, comunitarios, dobles nacionalidades y todos esos follones. Enterremos para siempre esas polémicas escandalosas de pasaportes falsos, oriundos, dobles nacionalidades y parientes lejanos (tan lejanos que, a veces, ni siquiera son parientes). Aplicando el criterio de los cinco jugadores seleccionables en el campo de juego, se acabó la discusión. Simplifiquemos las cosas y todos esos laberintos burocráticos dejarán de existir. Cuantos más reglamentos existan, peor. Aquí, en España, ya existe el dicho de 'hecha la ley, hecha la trampa'. A menos ley, pues, menos trampas. Es pura lógica. Cinco futbolistas que puedan jugar en la selección del país, y se acabó la historia. Los otros seis, que sean de donde decida el club, sin límites, del país que sea; eso sí, respetando la norma de que sobre el campo haya siempre cinco seleccionables. ¿Que determinado club desea jugar con seis australianos o seis brasileños o seis holandeses? Ningún problema siempre y cuando los otros cinco sean seleccionables. Así, aplicando este criterio, evitaríamos el espectáculo de esos equipos en los que, en un momento dado, pueden llegar a jugar nueve, diez y hasta once jugadores que no pueden ser convocados por la selección del país en el que juegan, como ha ocurrido con el Depor o incluso, en los últimos tiempos, en el Ajax. Yo, por ejemplo, en los clubes donde entrenaba siempre procuraba que hubiera por lo menos diez nacionales en la plantilla. A partir de ahí, rotación y dosificación y procurar que los delanteros también fueran nacionales.
¿Que por qué perdimos la final del Mundial de Alemania de 1974?, me preguntas. ¡Cuántas veces me habrán hecho esta pregunta! Creo que fue por un problema de mentalidad. Aunque tampoco debemos olvidar que en aquella época los alemanes tenían un equipo muy bueno, lo cierto es que, en circunstancias normales, nosotros éramos mejores. También hay que tener en cuenta que jugábamos en su casa. Nosotros, los holandeses, tenemos una mentalidad, y es que nos sentimos satisfechos bastante rápido. En cierto sentido, haber llegado a la final ya era en sí mismo un hecho histórico, un hito, un acontecimiento que nunca se había producido en la historia de nuestro fútbol. Quizá nos acomodamos un poco a todos aquellos elogios, nos conformamos con lo que ya teníamos. Sin embargo, creo que, de no haber jugado contra los alemanes, habríamos ganado. Pero precisamente las cosas son como son y resulta que Alemania es el único equipo que en todos los campeonatos acaba marcando el gol que le da la victoria en el último minuto, cuando parecía que todo estaba decidido. El último partido siempre suele ser su mejor partido. Pero todo tiene su lado positivo. Yo, por lo menos, lo veo así. Si en 1974 hubiéramos ganado nosotros la final, quizá nadie habría hablado tanto de ese partido y de lo buenos que éramos y de la perfección del fútbol que practicamos. Las leyendas también pueden alimentarse de una derrota, sobre todo si juegas bien al fútbol y dejas un buen sabor de boca en los aficionados. En cierto sentido, algo parecido le ocurrirá al Alavés, que, tras perder injustamente la final de la Copa de la UEFA contra el Liverpool, ha conseguido que recordemos para siempre aquella proeza no por el resultado adverso, sino por cómo jugaron y cómo se entregaron y por los minutos de buen fútbol que nos regalaron. Eso confirma que, incluso cuando pierdes, el buen fútbol perdura en la memoria de los aficionados.
No basta con tener el balón: hay que saber qué hacer con él.
Sobre la posesión del balón también se dicen muchas barbaridades. Tener el balón no significa tenerlo y punto. Hay que saber qué hacer con él. Cuando yo digo que mientras nosotros tenemos el balón el rival no lo tiene y por tanto no puede marcar, lo que quiero decir es que nosotros mandamos y tenemos la iniciativa del partido. Y como yo tengo el balón, ellos tienen que intentar quitármelo, y con eso consigo crear espacio. Lo importante de tener el balón es que te permite hacerlo circular. Y si vas ganando por 1-0, por ejemplo, si continúas teniendo el balón obligas al rival a correr más riesgos y a aumentar su posibilidad de error y, por tanto, la creación de espacios para atacar.
Otro de los mandamientos del fútbol es que nunca puedes tener demasiada gente delante del balón, y has de procurar que el balón no esté nunca demasiado tiempo en tu defensa. ¿Por qué? Porque, en teoría, los defensas tienen una calidad técnica inferior y, por tanto, mejor que sean los centrocampistas los que muevan el balón. Por eso es tan importante tener centrocampistas técnicos y poner siempre uno más que el rival. Hoy se juega con dos centrocampistas. Yo, en mis tiempos, ponía cuatro, pero cuatro que sabían dominar el balón. La diferencia entre ahora y entonces es que en mi equipo ningún centrocampista corría detrás del balón. Ni Eusebio, ni Guardiola...
Sobre el campo es importante dar libertad a los jugadores. A veces, algunos aficionados me recuerdan que el Ajax de finales de los 60 y la selección holandesa jugaban con una extraordinaria libertad. Eso parece, sí, pero no olvidemos nunca que se trataba de una libertad dentro de un orden. Había libertad para cualquiera, es cierto, pero siempre para uno solo. Si Keizer, pongamos por caso, decidía actuar con libertad, había por lo menos cinco que tenían que aguantarse y cubrirle las espaldas. Si un centrocampista tomaba la decisión de subir y chutar, un delantero tenía que retrasar su posición y tapar el hueco. Todo es una cuestión de líneas. Tomemos el ejemplo del Barça con Guardiola, Laudrup, Bakero, Eusebio... Mientras las líneas aguantan la distancia entre sí, nunca puede pasar nada. Y, si Eusebio decidía irse hacia delante haciendo uso de esa libertad de la que estamos hablando, era imprescindible que el lateral acudiera a cubrir su zona. Y así, con coberturas constantes, disminuyes las distancias.
En fútbol, la distancia máxima que debe correr un jugador habría de ser 10 metros. Sigamos con aquel equipo. ¿Quién era el hombre más defensivo? Romario. ¿Por qué? Pues porque Romario tenía sólo una tarea defensiva: que el portero tuviera que lanzar el balón desde el lugar en que lo hubiera cogido. Romario tenía que presionar al portero para, de este modo, permitir a la defensa avanzar 10 metros. Si Romario estaba durmiendo, o lamentándose, o quejándose al árbitro por lo que fuera y perdía la concentración, permitía que el portero subiera hasta la línea del área, de 16 metros, y todo el equipo tenía que retrasarse 10 metros. Si, en cambio, él estaba activo y presionaba al portero que acababa de coger la pelota a 5 metros, nos permitía ganar un espacio importantísimo, ya que el espacio se reducía y las líneas volvían a juntarse.
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