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Columna
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Dejad toda esperanza

Lasciate ogni speranza rezaba un cartel a la entrada del Inferno de Dante. He aquí, resumida en una frase, la esencia del desamparo. Ni en las peores circunstancias puede el ser humano renunciar a construir ficciones, a confiar en un futuro mejor. Al fin y al cabo, la posibilidad de imaginar el futuro, con la ayuda del pensamiento y del lenguaje, constituye buena parte de lo que le define como especie. Y este futuro, precisamente porque se trata de un mundo virtual, no puede sino mejorar la realidad presente. Incluso Primo Levi, la lúcida conciencia herida de los campos de concentración nazis, manifestaba alguna esperanza, aunque sólo fuera en que al día siguiente seguiría vivo. Ello acentúa aún más, si cabe, el contraste con la expresión del Dante en su Divina Commedia.

El adjetivo 'dantesco' ha quedado como calificación de situaciones terribles, sin duda porque terribles eran los tormentos que nos narra en los distintos círculos de su infierno. Mas lo verdaderamente dantesco es la desesperanza del condenado, resignado a la eternidad de su situación y al abandono de toda perspectiva de cambio.

Estado del bienestar, desarrollo sostenible, respeto a las minorías, nuestras hermosas ficciones hodiernas. De repente, dos adolescentes mueren de sobredosis en un palacio de deportes malagueño; poco después, una joven sevillana se suma a la triste lista y las alarmas se disparan. Las primeras portadas de todos los periódicos se ocupan de la situación en su propio ámbito territorial y los titulares rezuman pesimismo. No dejan de hacerlo tampoco los de la prensa valenciana. Con motivo, desde luego. Porque todos sabemos que aquí esto sucede también, tal vez de manera más desenfrenada que en otros sitios, y que algunas muertes imputables al éxtasis podrían sumarse pronto a nuestro triste repertorio de récords en inseguridad ciudadana, en deterioro medioambiental, en sanidad tercermundista.

¿Por qué son especialmente terribles estos casos? ¿No vienen a ser lo mismo que el botellón, pero peor? ¿No son como la tragedia de los heroinómanos, que, al fin y al cabo, ha conocido momentos más graves y ya va remitiendo? No, me temo que no. El botellón y la heroína, hecha abstracción de la incompetencia de las autoridades para remediarlos, pueden ser tipificados como problemas sanitarios, mientras que el éxtasis plantea un problema existencial. En mi opinión, lo estremecedor de este caso, y de otros que se producirán a no mucho tardar por desgracia, no son los hechos escuetos, sino los mensajes que hemos podido leer en Internet. Conozco muchas canciones de borrachos, desde el Bibit herus de los goliardos medievales hasta nuestros cánticos modernos, pero ninguna se complace en la muerte que sigue al alcohol, sólo proclaman la expresión gozosa de una pasión de los sentidos a la que todo parece estarle permitido. Por supuesto esto es falso, pero los aspirantes al alcoholismo no lo saben ni lo imaginan siquiera. Por otro lado, el mundo de los heroinómanos carece de legitimaciones escritas, la suya es una lucha por la supervivencia, aunque esta se reduzca a conseguir cada día la dosis de mantenimiento imprescindible.

¿Cómo pueden algunos jóvenes españoles escribir mensajes en Internet en los que se afirma abiertamente que sólo se desea ingerir pastillas sin que importen las consecuencias? Las drogas son tan antiguas como el ser humano y, si no, basta con echar un vistazo al exhaustivo libro de Escohotado. Tampoco han faltado justificaciones filosóficas de su consumo como las célebres Confesiones de un fumador de opio de Thomas de Quincey. Pero lo de ahora es otra cosa. El éxtasis, a lo que parece, no se consume como experiencia religiosa ni como socialización alucinógena ni porque el cuerpo del adicto reclama su ración diaria. No, el éxtasis se consume en fiestas de fin de semana, es decir que no existe adicción, y su consumo se acomete fríamente sabiendo que puede provocar la muerte. Ya sabemos que los rave parties no son un invento español y que la combinación de música tecno con pastillas constituye un signo de los tiempos en Occidente. Pero esos mensajes electrónicos, el desprecio por la vida que dejan entrever, sí parecen ser una -siniestra- contribución nuestra a dicha subcultura.

Llama la atención la rapidez con la que las instancias políticas, de colores varios, se han apresurado a eludir toda responsabilidad en estas muertes. Se me dirá que siempre lo hacen. No, lo que hacen es echarle la culpa al otro. Así en terrorismo, en educación, en economía. Ahora es distinto. Se dan cuenta de que carecen de respuesta y de que el cambio de partido tampoco resolvería nada.

Todos miran para otro lado y dicen que ellos no han sido. Pero lo único que consiguen es poner de manifiesto que nosotros, las generaciones anteriores, y ellos, los políticos, nos hemos quedado con las vergüenzas al aire. Porque el verdadero problema no es que los responsables de ese polideportivo hayan controlado mal a los asistentes ni que el tráfico de drogas esté despendolado en Andalucía (¡pues anda que aquí!). El problema es que a bastantes de nuestros jóvenes, mimados por sus padres, rodeados de caprichos, no les merece la pena seguir viviendo si para ello tienen que renunciar a enajenarse con aterradora periodicidad. Así de simple. Esos mensajes en la red no serían concebibles entre los jóvenes de Bosnia ni entre los de Palestina ni entre los del Congo. Se han dado en España entre chicos del montón (nada que ver con el suicidio del intelectual ante la sospecha de la nada). Y esto no se arregla con ordenanzas municipales, como el botellón, ni con brigadas antiestupefacientes, como la heroína. Esto sólo podría enmendarlo un cambio de los valores sociales y económicos dominantes, un horizonte de expectativas susceptible de crear en los jóvenes algo que no cuesta dinero, pero que sus predecesores siempre tuvimos: ilusiones. Algo que parece lejano, cuando no inverosímil. Así que uno empieza a perder también toda esperanza.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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