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Columna
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La antorcha de Antígona

El día 8 de marzo, en Roma, a las mujeres que compran el periódico les regalan un ramito de mimosa. La flor de la mimosa es más popular en la península italiana que en la ibérica. De un color amarillo muy intenso, las pequeñas esferas de esta flor se encienden por miles en cada árbol, que se convierte en una fulgurante antorcha dorada. Florecen a mediados de febrero, como si quisieran subrayar, con su formidable colorido, la claridad que se expande visiblemente sobre el pálido invierno que recula. El invierno no ha muerto. Podría colear agresivamente, a finales de marzo, como un cetáceo moribundo. Pero la antorcha dorada del árbol de la mimosa, embajadora de la luz y del color, no engaña: pronto llegará la primavera, con su cesta de alegres frutos, descongelando la sangre, excitando el bullicio de las gentes y repoblando las camas.

La mimosa es un signo de esperanza. En casi todas las lenguas de nuestro entorno, excepto en francés, la primavera es femenina. A veces lo es tambien el otoño (nuestra tardor, la inglesa autumn). En la lengua de Petrarca, incluso el verano es femenino (estate). Sin embargo, y al margen de estas pequeñas variaciones, la primavera se impone como un signo de feminidad en un ciclo temporal generalmente musculoso y masculino. Lo que la primavera crea, lo pudre el verano, lo mata el otoño y lo entierra el invierno. La primavera es la estación del reinicio de la vida y de la fertilidad, atributos históricamente atribuidos a las mujeres. También es la estación de la alegría y el placer, de la fugaz gratuidad de la belleza natural, de la recuperación de la confianza en la vida. Cada vez con más desenvoltura, abanderan las mujeres estos valores sensuales. Superada la agria batalla que permitió a las feministas sacar cabeza en el asfixiante condominio de los machos, la batalla actual se plantea no en términos de competencia, sino de sugestión.

Las mujeres aparecen, en efecto, como abanderadas de una visión más sabia de la vida, en oposición a la gastada dureza masculina. Lo que antaño era signo de flojera (la valoración y la importancia de los sentimientos) ahora es estandarte de la nueva inteligencia emocional. Lo que antaño condenaba a las mujeres a la jaula (horrible o dorada) del gineceo se está convirtiendo en un sistema de valores alternativo. En un mundo dominado por hombres, era virtud indiscutible la fortaleza del combatiente, trasunto cotidiano del héroe clásico. La vida, el trabajo, las ideologías, la lucha por el poder formaban parte del relato heroico. Se trataba de combatir a lo largo de un camino, superando obstáculos, afrontando las adversidades. Y avanzar contra viento y marea. Y culminar el esfuerzo con la conquista de una cima o el castigo del abismo. En un mundo en el que las mujeres intervienen decisivamente, empiezan a valorarse otras virtudes: la colaboración, más que la competencia; el éxito de la empresa, del grupo o del equipo, más que la victoria del líder. Las posibilidades de la red en comparación con las limitaciones del anzuelo.

La falta de ambición singular de las mujeres concede, de momento, ventajas a los líderes masculinos, pero también refuerza las estructuras en red. Es una forma de subversión, posiblemente involuntaria, que obliga a remozar las viejas estructuras. En las narraciones heroicas, como en los deportes, el líder era el objeto único de interés. Los demás personajes tenían un papel borroso, estrictamente subordinado al protagonista. ¿Quiénes son, en efecto, los colaboradores de Ulises? Le apoyan con su trabajo y le estorban con su escasa inteligencia, comen y beben desaforadamente, les embarga un sueño sin pena y se colocan tapones de cera para no oír los peligrosos cantos de las sirenas. Uno tras otro, los compañeros perecen. Ulises llega a Ítaca completamente solo. Incluso los remeros feacios que le han trasladado allí mientras dormía naufragan al regresar a sus costas, víctimas del odio que Poseidón siente por el héroe definitivamente salvado.

El mundo posmoderno ya no salva ni condena a los héroes. Simplemente, los ha desconcertado. No es fácil encontrar rutas ni puertos en este mar sin costas en el que se está convirtendo nuestra percepción de la existencia. Las grandes narraciones ya sólo provocan ironía. O sirven de pretexto a espectaculares remakes. Pero ya nadie parece creer en el viejo simbolismo que entrañaban. Sirven, quizá, para pasar, gracias a los efectos especiales, un par de ociosas horas de cine o de izquierdoso entretenimiento periodístico. Se está derrumbando el ideal masculino que el héroe encarnaba. Ahora el afán de riqueza y poder se muestra con una desnudez inquietante y descorazonadora: ya sin el mínimo taparrabos de las arruinadas creencias, de las gastadas ideologías. No ha muerto la historia, por supuesto. Pero está muriendo el sentido de la historia. En este contexto, las antorchas doradas de las mujeres aparecen casi como una última luz posible. En los viejos mitos, las mujeres adoptaban el papel previsto por los hombres: la fiel esposa Penélope, la inmaculada madre de Jesús o la pérfida amante de Jasón, la mujer bruja, Medea, capaz de todos los males por amor. Las armas tradicionales de la mujer (cruzar las piernas, llorar, manejar el calor del hogar o manipular a las rivales con la refinada crueldad propia del gineceo, según evocaba Vicente Verdú el otro día) empiezan y acaban en la lógica masculina. Pero esta lógica está perdiendo concierto y partitura. Y esto obliga a detener la mirada sobre el menos masculino de los mitos: Antígona. La muchacha que desobedece el poder del tirano y entierra a los dos hermanos que se han enfrentado en la estúpida lucha fratricida. La antorcha de Antígona no ilumina, ciertamente, nuevos caminos ni alegres primaveras. El horno no está para bollos. Es un ejemplo silencioso, estrictamente subversivo: contra la lógica del poder, la insumisión del afecto, la fuerza de la piedad, el invencible gesto del perdón.

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