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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

MacBieito

Marcos Ordóñez

Uno. Sofás de skai blanco, fluorescentes de luz gélida, leopardos de falsa porcelana, y, al fondo, un muro negro que trepa hasta una pasarela sin salida, un círculo plenamente vicioso sobre nuestras cabezas pasmadas: ése es el espacio, diseñado por Alfons Flores, en el que Calixto Bieito ha colocado a los clanes escoceses de Macbeth, reconvertidos, para la ocasión, en una familia mafiosa de tres al cuarto, con un pie en Los Soprano y otro en el delirio hortera y politoxicómano del Scarface de De Palma. Bieito ha suprimido escenas y personajes, ha alterado el orden de la obra, y el verso, podado aquí y allá, se ha hecho coloquial y sintético, casi convertido en su propio esqueleto en manos de su traductor, Miquel Desclot; del mismo modo, ha sumergido a los personajes en agua hirviente para dejarles en los huesos, pero esa osamenta, superada la sorpresa inicial, se agita con intensas sacudidas eléctricas, y adquiere inesperadas y memorables fosforescencias. El comienzo -el wild party de bienvenida a Macbeth y sus muchachos- es exasperadamente expresionista, tanto que nos hace temer una marionetización histérica: Duncan (Santi Pons) es un capo rijoso, Malcolm (Daniel Klamburg) es un freak, Macduff (Nacho Fresneda) es la versión flamenca de Andy García en El Padrino III; Lady Macbeth se comporta como una zorrita en celo. Hay mucho ruido, más botellas que un sábado en San Bernardo, y un caos general que roza el artificio. Hasta que, a los diez minutos, y a los sones de un cha-cha-cha con letra de Gil de Biedma (No volveré a ser joven) cae la noche, y el espectáculo emboca su riel para rebosar de ideas y de vida, servido por una compañía que va a llegar al límite de sus fuerzas por espacio de dos horas y media, sin interrupción y sin fatiga, ni de ellos ni del público.

En manos de Mingo Ràfols, Macbeth es un psicópata infantil, de cráneo rapado y ojos sin párpados. A ratos más parece Nosferatu temiendo el día que Macbeth yendo hacia la noche, pero es un trabajo entregadísimo, extenuante, y con grandes momentos, como la violenta explosión de pánico ante el fantasma de Banquo o su rostro, definitivamente impávido, contemplando, desde lo alto, los asesinatos por encargo. Curiosamente, el patetismo extremo del personaje -al que Bieito convierte en paradigma de la banalidad del mal- le convierte en un catalizador más que en un motor: su posesión por las fuerzas oscuras reverbera y contamina a los personajes de su entorno. Para mi gusto, la reina de la función es una impresionante Roser Camí, que tras ese arranque un tanto externo encarna a Lady Macbeth como una Michelle Pfeiffer de barriada moviéndose por escena como si un demonio le susurrara al oído el ritmo de These Boots Are Made For Walking (Over You). Mientras a Ràfols se le nota, a ratos, la técnica, la construcción de su personaje, ella es una bestia sin descanso, que juega, con un gran valor (y una gran alegría) a ponerse en peligro, caminando sobre el alambre candente que va de la codicia extrema al sonambulismo alucinado sin perder pie ni un instante: es una interpretación conmovedora porque, a diferencia de Macbeth, presenciamos, dolorosamente, su zambullida en la locura.

Dos. En el más puro estilo de Matthias Langhoff, Bieito hace maravillas remezclando y reinventando a los secundarios de la tragedia. Refunde a las brujas con Seyton, a cargo de la caleidoscópica Chantal Aimée: es la hermana autista de Ross, es el vehículo por el que las fuerzas del mal se expresan, es una nueva reina a la espera y, en las escenas finales, la Charmion que le lleva el áspid a Cleopatra. Boris Ruiz, en la línea de su insuperable Clarín de La vida es sueño, es Lennox y el portero; una criatura flotante y sardónica, como el Dean Stockwell de Blue Velvet, que tritura y susurra fragmentos de Snatch mientras canturrea Street Life: un bufón inquietante y perfecto. Banquo (Miquel Gelabert) es un jabalí rabioso, con una escena que pone los pelos de punta: su asesinato con una bolsa de plástico, durante una fiesta infantil, a manos de un Ross disfrazado de payaso, casi un homenaje a Perdita Durango. Y Ross, otra de las grandes sorpresas, transformado en sicario letal por un Carles Canut con la mirada a media asta y los andares de buey neurótico y la peligrosidad latente de James Gandolfini. El centro de la noche, el ojo de su huracán, es la secuencia (porque es rítmicamente cinematográfica) del asesinato de Lady Macduff (Elisenda Bautista) y sus hijos, conjugando una jarra de café ardiente, el cordón de una plancha y una piscina de goma en un crescendo terrorífico, perfecto de atmósfera y de timing, sin un plano de más, que deja a los espectadores sin aliento. Otra gran escena es el final, con Macbeth convertido en su propio fantasma y toda la compañía cantando, estrofa a estrofa, Death Is Not The End, de Nick Cave, entre el epitafio inquietante y el himno familiar, en una singularísima mixtura de emoción y demencia que es la marca de este espectáculo. El motivo de mi alegría es doble: es el mejor Shakespeare de Bieito desde El rei Joan y la consolidación, para el Romea y para el teatro catalán, de una verdadera compañía estable. Corran a verlo: puede que les escandalice o les desborde, pero no saldrán del teatro tal como entraron.

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