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Obispos en el circo (romano)

Tal vez no debería confesarlo en público, pero lo cierto es que, de 10 días a esta parte, sufro un pertinaz complejo de Nerón, o de Diocleciano o, en las fases más leves, me siento como uno de los leones del Coliseo romano, aquellas fieras hambrientas que se zampaban a un par de cristianos en cada almuerzo. Mis transtornos de personalidad comenzaron a manifestarse la semana pasada, después de leer las lamentaciones proferidas, con ocasión de la LXXVIII Asamblea Plenaria del Episcopado Español, por el presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela. Según el purpurado, las críticas que cierto número de plumas y voces han -hemos- vertido durante el último año contra actitudes y conductas de miembros del estamento eclesiástico han sido tan agresivas, tan feroces, tan blasfemas y tan injustas, que 'recuerdan páginas martiriales de los primeros siglos cristianos, cuando éstos eran perseguidos también por defender la paz'. Apenas mi cerebro hubo procesado los conceptos de 'martirio', 'persecución' y 'primeros siglos', resurgieron en él los recuerdos de tantas lecturas adolescentes del estilo de Fabiola (la inefable novela del cardenal Wiseman), de tantas tardes de domingo contemplando, en el cine del colegio de frailes, Quo Vadis, La túnica sagrada y otros filmes del mismo género... Y aquí me tienen, a punto de comprarme una lira y de iniciar una dieta de engorde para tratar de parecerme a Peter Ustinov, el más formidable Nerón que soy capaz de imaginar.

Aún bajo los efectos alucinógenos de la truculencia verbal de monseñor Rouco, o de haber visto cómo, el mismo día, el órgano más genuino y acrisolado de la España cañí denunciaba en su editorial 'la acción de poderosos grupos sociales y políticos de nítida vocación anticlerical' (¿la masonería? ¿el comunismo...?), he tratado de reunir la dosis de lucidez precisa para formular algunas preguntas: ¿consideran los obispos que la comparecencia en sede parlamentaria y las posteriores citaciones judiciales del ecónomo de Valladolid, lógicamente glosadas por los medios, dibujan una situación persecutoria y 'martirial' como la de la Iglesia de las catacumbas? ¿Creen los monseñores que esas inversiones de varias instituciones eclesiásticas en Gescartera -lícitas quizá, sorprendentes sin duda- eran un modo de 'defender la paz' que les ha valido sañuda persecución, como en tiempos de la Roma pagana? ¿Mantienen los mitrados que la actuación de algunos de ellos en materia de nombramiento y cese de profesores de religión ha sido modélica, y que no debía suscitar ningún escándalo? ¿Son principios dogmáticos del episcopado español la infalibilidad propia y la exclusión de la autocrítica?

Participo hace años de la tesis según la cual gran parte de nuestra jerarquía católica todavía no ha sido capaz de adaptarse realmente al actual marco de pluralidad política y religiosa, de heterogeneidad social y cultural. Lo han hecho pro forma, sí, pero en el fondo muchos obispos siguen razonando con los añejos esquemas monopolistas de la religión de Estado, de cuando los pecados -la blasfemia, el adulterio o la sodomía- eran a la vez delitos penales, y el dogma católico no sólo se impartía en toda la enseñanza, sino que impregnaba el conjunto de la vida pública. Es verdad que, en esto, la Iglesia española ha tenido poca suerte: cuando desde el Vaticano soplaban vientos de aggiornamento, bajo los pontificados de Juan XXIII y de Pablo VI -'ese ateo', al decir de Carrero Blanco-, aquí la persistencia de la dictadura frenó el alcance de la renovación eclesial; luego, a partir de 1978, apenas aquí las condiciones comenzaban a ser propicias, el nuevo rumbo impreso por Juan Pablo II a la Iglesia universal ha potenciado en todas partes las corrientes, tendencias y actitudes más conservadoras, tradicionalistas y defensivas. Permítaseme recordar dos síntomas recientes: la turbocanonización del beato Jose María Escrivá de Balaguer, y los gestos conciliatorios que la Santa Sede acaba de dirigir hacia el movimiento integrista y anticonciliar que fundó monseñor Marcel Lefebvre.

Pero no todos los problemas vienen de Roma. De hecho, la mayoría de los asuntos que encienden esas polémicas luego tan deploradas por el cardenal Rouco los han suscitado los propios obispos, y en ciertos casos del modo más gratuito, pues nada tienen que ver con la fe, ni con el dogma, ni con el magisterio. Por ejemplo, esa ocurrencia de urgir la canonización de Isabel la Católica.

En el año 2002, la idea de promover a los altares a un personaje histórico del siglo XV, a una reina autoritaria y belicosa que mezcló constantemente -como era propio de su época- religión y política, evangelización y expansión guerrera, que sometió a los musulmanes granadinos, expulsó a los hebreos y persiguió a los conversos demasiado tibios, esa idea es muy peligrosa, porque las que entonces pudieron considerarse ejemplares muestras del celo católico de Isabel I resultan hoy graves defectos en cuyo rechazo procuramos educar a nuestros hijos: la intransigencia, la intolerancia religiosa, la xenofobia, el menosprecio y la destrucción de otras culturas... Pero aun prescindiendo de eso, y suponiendo que la reina de Castilla hubiera sido, en lo personal, un dechado de virtudes cristianas -cosa que, sinceramente, ignoro-, ¿cabe olvidar que, a partir de 1939, hicieron de ella el gran fetiche del nacionalcatolicismo franquista, el símbolo máximo de aquella falsa 'unidad de España' presuntamente forjada por los Reyes Católicos? 'De Isabel y Fernando / el espíritu impera. / Moriremos besando / la sagrada bandera': seguro que algunos lectores recuerdan aún esa cancioncilla escolar de la posguerra. ¿Y lo que fue un mito del franquismo puede servir también como modelo de vida para los católicos españoles del siglo XXI?

Cinco lustros después del fin de la dictadura, creo que se puede decir de los obispos españoles lo que se dijo de aquellos aristócratas franceses, emigrados desde la revolución, cuando regresaron a París tras la caída del Imperio: 'No han olvidado nada, y no han aprendido nada'.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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