José Ortega Spottorno, agrónomo
Una faceta de don José Ortega Spottorno, menos conocida que su ingente actividad cultural, era la de su interés por la Agronomía, y yo no quisiera dejar de evocarla en estas páginas, en estos días, aunque sea brevemente. Soy testigo de que fue una vocación que mantuvo viva -aunque latente- hasta el final de sus días. Hace apenas unos meses, después de que habláramos sobre la historia familiar que estaba escribiendo, me propuso medio en broma que deberíamos escribir un libro entre los dos, para tratar de disipar la mala fama que injustamente se le viene atribuyendo a la agricultura moderna en ciertos sectores de la opinión pública. Y semanas atrás, justo el día que había entregado al editor su obra póstuma, hablamos por teléfono acerca de un artículo mío de tema agronómico que se publicaría en la página de opinión del periódico.
Él se mantenía al tanto de las innovaciones agronómicas que se reflejaban en la prensa internacional y, cuando le parecía oportuno, me encargaba que escribiera sobre un tema concreto, a menudo dejando personalmente una nota en mi buzón, pues vivíamos muy cerca uno de otro. Se preocupaba especialmente por que en el periódico de sus desvelos se debatieran ampliamente los problemas relacionados con la agricultura. Fue él quien venció mi timidez -la barrera de la diferencia de edad, saber y gobierno- cuando le llamé para agradecerle su elogiosa reseña de un libro mío en las páginas del periódico. Desde entonces experimenté el placer de su amistad y de su conversación, que a menudo versaba sobre asuntos agrícolas.
Don José obtuvo el título de ingeniero agrónomo en la que él siguió llamando Escuela de Agronomía de La Moncloa. Formó parte de una promoción, la de 1944, que incluía unos cuarenta titulados, número exiguo para un país en el que más de la mitad de la población vivía de la agricultura. Por esas fechas, en los años cuarenta, se graduaron otros ingenieros agrónomos, tales como el insigne matemático don José Gallego-Díaz y el cineasta Juan Antonio Bardem, que al igual que Ortega, apenas ejercieron su primera vocación para acabar destacando muy notablemente en otras vertientes de la vida cultural.
En cierta ocasión, dijo en broma a Simone Ortega que ella había creído casarse con un ingeniero agrónomo para luego descubrir que se había casado con un editor. En realidad, él nunca dejó de mantener contacto con sus colegas de primera profesión y sé con cuanta satisfacción recibió el nombramiento de Colegiado de Honor del Ilustre Colegio de Ingenieros Agrónomos de Centro y Canarias. Afortunadamente para nuestro país, eligió abordar tareas públicas de gran calado, pero, como en el ensayo orteguiano, siempre le quedó el vacío del camino que no siguió en la encrucijada. Ahora todos le echaremos de menos.
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