Sobre todo, lince
Por uno de esos guiños que el destino suele hacer a los deportistas, Paco Molina ha visto representada su vida en dos fracciones de segundo. Iluminado por el fogonazo que invariablemente acompaña los momentos estelares, vivió su propia síntesis entre el martes y el jueves. Una vez más, cada instante tuvo su instantánea.
El jueves, en el partidillo de entrenamiento, repetía uno de sus ejercicios favoritos: por un momento suplantaría a su demonio familiar o, mejor dicho, al tipo que habitualmente se encarga de quitarle el sueño; en resumen, haría las veces de delantero centro. Tal inclinación no era una novedad en su carrera profesional: a su entender, una estirada hasta el palo debía ser tan sólo un recurso extremo; su primera opción no era atrapar la pelota, sino evitar el tiro. Sin embargo, todo portero que pretendiera adelantarse a los acontecimientos tendría que seguir el juego como sus oponentes, desde el otro lado del espejo.
Esa fórmula le había rendido grandes dividendos en otra época. Así, por ejemplo, la aplicaba sistemáticamente en la temporada del doblete Liga / Copa en el Atlético de Madrid. Entonces, Radomir Antic había entregado a Pantic el mando de las acciones y solía adelantar las líneas para mantener la iniciativa. Esta táctica sólo implicaba una exigencia: cuando el contrario conseguía salvar el grupo de centrocampistas y progresar hasta los últimos guardias de corps, el portero habría de actuar con la máxima diligencia y marcar por anticipación. Cada vez que un contrario tuviera al defensa en situación de uno contra uno, Paco debería ser el tercer hombre.
Fue entonces cuando se incubó el chispazo del partidillo del jueves. De espaldas a la portería, vio llegar un balón a media altura, se transfiguró en delantero centro, voló alrededor de su propia columna vertebral, pintó una chilena y lo metió por la escuadra.
Unas horas antes estaba jugándose media temporada ante la Juve en Turín. El árbitro había pitado penalti contra el Depor y ahí estaba Del Piero girando sensualmente la pelota con las yemas de los dedos sobre el punto blanco, como el alfarero acaricia la vasija sobre el torno.
Para repetir el ejercicio, Paco decidió transfigurarse en Del Piero. Ahora, anticiparse equivalía a leer el pensamiento, así que le miró con la intensidad de un hipnotizador, le leyó las líneas de la frente, amagó por la izquierda y despegó por la derecha.
Un segundo después tenía el balón entre las manoplas. Lo acariciaba sobre la línea de gol con el tacto sensual de un alfarero.
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