Corriente alterna
¿Existe vida inteligente en la televisión?, se pregunta El Gran Wyoming en un anuncio que anda por ahí suelto. Era uno más de los misterios del universo que quedaban por desvelarse hasta que llegó el CQC del propio Wyoming o empezó a coger cuerpo El Club de la Comedia. Ahora que sabemos que sí hay vida inteligente en el planeta Tele, podemos soportar Confianza ciega, Gran Hermano, Operación Triunfo o los diversos formatos del corazón sin tener que pensar aún en el apocalipsis.
Parafraseando más o menos a Lampedusa, se diría que era necesario que las masas llegaran al protagonismo histórico para que pudieran seguir siendo perfectamente controladas y manipuladas. El manejo al que están sometidos esos chicos de Operación Triunfo y de los ovacionadores de sala que deliran miméticamente ante ellos es un meticuloso ejercicio de anulación de la personalidad de los protagonistas y de hipnosis colectiva a un público que se aplaude a sí mismo al llevarlos al triunfo en volandas. Los que hacen esta televisión, que se encuentran ideales, supongo, se jactan de saber dar al público lo que quiere. Así que primero deciden qué es lo que quiere el público, luego deciden vendérselo y, finalmente, se lo venden aduciendo que es lo que el público quiere. Y el público tan contento, con la sola condición de que la oferta sea tan cutre como sus momentos de felicidad.
Yo utilizaba la televisión para relajarme después de cualquier esfuerzo intelectual, porque, como el lector sabe, da imagen plana en el cerebro. Media hora de ver cualquier cosa y ya puedes volver a enfrascarte en una partida de ajedrez, fresco como una rosa, o en la lectura de un libro sobre la esencial heterogeneidad del ser. Qué cierto es eso de que todo tiene su utilidad: sólo hay que encontrársela.
Así que no quiero explicar mi sobresalto cuando el otro día me puse ante el aparato para despejarme antes de empezar a preparar una cena tardía. Acababa de escribir la reseña de una de esas novelas que hacen que el hombre común odie mortalmente a los intelectuales; me había llevado toda la tarde tratar de explicarme y explicarlo y necesitaba pasarme el paño televisivo por el cerebro. Y ¿qué apareció ante mis ojos incrédulos?: vida inteligente. Y lo más asombroso fue que también me relajé. Vida inteligente y relajante. Eso es como lo del chiste del que disfrutaba tanto jugando al fútbol que cuando le apremiaron ante un partido para que se mentalizase a ganar contestó: 'Ah, ¿pero es que además se puede ganar?'. Era un programa que se estrenaba esa noche; su título, La corriente alterna. No se lo pierdan, porque, a lo mejor, además de ser inteligente y divertido, dura. Y si no, por lo contrario: disfrutadlo antes de que se acabe.
El asunto, sin embargo, no tiene arreglo, porque hay un equívoco inexcusable. La pregunta que se hace Wyoming y nos hacemos muchos no es correcta. La correcta es ésta: '¿Existe vida inteligente en las televisiones generalistas?'. 'No', diremos, pero sólo entonces podremos aceptar que haya excepciones como La corriente alterna. Los expertos mundiales dicen que las cadenas generalistas tienden a no sobrepasar una cuota de público de más allá del 50%; ya llegará eso a España, pero alegra pensar que algún día un 50% de españoles se decidirá por los canales temáticos. Audiencia versus contenidos.
Las televisiones generalistas se ven obligadas a repartirse una cuota que cada vez será más zafia y la competencia degenera en una lucha a muerte por el sector de público menos exigente: no resulta difícil imaginar hasta dónde están dispuestas a descender, a qué bajezas están dispuestas a plegarse para hacerse con el negocio. Lo que vuelve a hacernos diferentes es que sea la televisión patrimonial española la que lucha más denodadamente y con más éxito por conseguir el primer puesto con la ayuda de todos los contribuyentes. La verdadera pregunta es, pues, ésta: '¿Existe vida inteligente en TVE?'.
Babelia
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