Economía ¿para qué?
Estoy dispuesto a aceptar, desde el principio, que la Economía no es una ciencia muy prestigiada, incluso desde antes de la aparición en escena de esa rara especie bautizada como ecónomos de diócesis, que ha saltado a la fama de la mano de Gescartera, y de la que se desconoce su titulación. La razón fundamental de dicho desprestigio suele provenir de su contrastada ineficacia a la hora de predecir los grandes eventos del futuro, básicamente de aquéllos que tienen que ver con nuestro dinero, que es a la postre lo que realmente nos interesa. No es culpa suya; al menos no del todo, en realidad los movimientos económicos, como las partículas elementales, suelen estar sometidos al principio de incertidumbre de Heinsenberg, el cual, vendría a decir que si bien resulta muy fácil, en cualquier momento, saber hacia donde se dirige el mercado, no hay puñetera forma de saber qué dirección tomará después de invertir.
En cualquier caso, es preciso admitir que la Economía puede ser extremadamente útil para manejar los asuntos cotidianos, a poco que nos aplicáramos a ello. En particular, existen algunos principios, tan simples que hasta un político de tipo medio estaría en condiciones de entender, capaces de revolucionar los cimientos mismos de nuestra vida ordinaria, haciéndola mucho más agradable y barata, pero sobre los que, sorprendentemente, se mantiene un profundo silencio. ¿Quién no ha oído decir, por ejemplo, en este mundo tan liberal y privatizado, que el mercado reina por doquier, y que, se pongan como se pongan, quienes se pongan, el consumidor acaba siendo el auténtico rey? Nadie, por supuesto; además está en todos los manuales de economía de la empresa; y éstas (las empresas), en teoría, no sólo lo saben, sino que, teóricamente, definen su estrategia en función de ello.
Y sin embargo, si usted acude a comprar, año tras año, unos zapatos en tiempo de rebajas, nunca puede conseguir un 42, que es el suyo, porque según el dependiente 'es el que más se vende'. Entonces, si es el que más se vende ¿por qué no producen más? Parece una pregunta tonta, pero es bastante obvio que esto no ocurriría si la empresa tuviera un mínimo de sentido común y estuviese razonablemente informada de las evoluciones del mercado. Ganaría más, eso nadie lo duda, pero, para pasmo de todos, ello no parece importarle demasiado.
Ocurre lo mismo con ciertos supermercados en los que la estantería dedicada a las bolsas de basura con asas siempre está vacía. ¿Por qué? se preguntarán con todo derecho; pues ya pueden imaginárselo: porque son las que más se venden. La consecuencia natural, claro está, es que cuando un día te la encuentras llena no se te ocurre otra cosa que llevarte el lote completo, por si acaso, y el que venga detrás que arree. Es el llamado efecto acaparamiento, provocado por la angustia del consumidor ante la maldita estantería vacía que puede llegar a convertir su compra diaria en un infierno. O sea, que mucha soberanía del consumidor y mucha iniciativa privada, pero, al final, las tiendas están llenas de cosas que la gente no quiere, y, sin embargo, no encuentra aquellas que de verdad desea. ¿Alguien entiende algo?
La solución, por supuesto, existe y está en eso que, ampulosamente, los economistas llamamos investigación de mercado, pero que en román paladino puede resumirse así: usted estudia lo que la demanda desea comprar y, una vez que lo sabe, simplemente se lo suministra. Sencillo ¿verdad? Pues no señor, por lo que se ve, no lo es.
Otro concepto elemental, y de lo más práctico, es el de elasticidad de demanda, que viene a decir que cuando se baja el precio de algún producto no siempre el resultado es la reducción de los ingresos. Depende de cuánto aumente la cantidad demandada como respuesta a aquella bajada. Si lo hace con mayor intensidad que el descenso del precio, entonces, ¡ale hop!, el resultado es un mayor ingreso para la empresa, y, además, un menor gasto para el consumidor (o sea, todos contentos). Ahora bien, ¿alguien hace cálculos, aunque sean un tanto chapuceros, al respecto? Pues, aunque les parezca sorprendente, tampoco casi nadie. Veamos, por ejemplo, el caso de los aparcamientos públicos. Es más que probable que una reducción de las tarifas horarias, o una parcelación por periodos menores de una hora, que viene a ser lo mismo, provocara un aumento significativo de su uso (al menos de aquellos que no tuvieran una localización estratégica de nivel 1), hasta el punto que éste podría compensar con creces la reducción del precio, gracias a la mayor ocupación que ello provocaría. A la postre ello sería más lucrativo para los concesionarios (y más barato para los usuarios); pero no se hace porque se cree (nadie sabe por qué) que cuanto más alto sea el precio, más se ganará.
Idéntico argumento sería válido para el sector del taxi, en el que los precios tienden siempre a elevarse, creyendo de este modo que la recaudación se incrementará con cada aumento de la tarifa por bajada de bandera, o, cuando menos, que aquélla se mantendrá en los niveles anteriores. La Economía, ya ven, dice que esto no tiene por qué ser así; a excepción de aquellos bienes o servicios cuya demanda es muy poco elástica, como ocurre con la gasolina o el pan, dada su consideración social de bienes necesarios.
La consecuencia, pues, de comportamientos tan poco económicos, podría ser que, tanto el taxi como el aparcamiento, acabara utilizándose sólo para casos de extrema necesidad o urgencia (que es lo que ahora parece ocurrir), y que la demanda, a causa del comportamiento de los propios productores de servicios, se contrajera a mayor velocidad de la que se expande el precio, provocando, contra todo pronóstico por parte de los interesados, caídas en sus ingresos totales.
Otro concepto, aparentemente inofensivo, pero de gran carga revolucionaria, es el de coste de oportunidad; ya se sabe, eso de que si usted dedica sus recursos a la adquisición de un bien, tiene, necesariamente, que dejar de adquirir algún otro. Puede parecerles una perogrullada, pero les recuerdo que cuando la administración dedica alrededor de cinco millones de euros a la realización de un solo kilómetro de autovía estándar, su coste de oportunidad, en términos de materia gris, es exactamente el de 140 investigadores, bien pagados y a tiempo completo, durante un año. ¿No creen que es motivo suficiente para lanzarse a la calle?
O sea que la Economía podrá parecer desprestigiada, pero, como pueden ver, tal vez no sea suya toda la culpa. Y les aseguro que hay mucho más.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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