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Columna
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El negocio

La teoría del chivo expiatorio surge entre los psicólogos por los años treinta y dice que cuando se produce una frustración social importante, frente a un obstáculo poderoso que impide alcanzar la meta, la agresión se puede desplazar hacia una meta suplente o chivo expiatorio que carga con todas las culpas. Sabemos que Hitler utilizó este mecanismo para señalar a los judíos, entre otros, como los responsables de los problemas económicos, sociales y políticos por los que estaba pasando Alemania. No faltaron entonces psicólogos, biólogos y otros especialistas que se apuntaron a la tesis, encontrándoles todo tipo de alteraciones al estudiar sus rasgos faciales, el tiempo de sus reacciones o aplicando pruebas psicológicas.

Por analogía con esta explicación y no por otras razones, cada día tengo más claro que los conductores son el actual chivo expiatorio de esos cuatro o cinco mil muertos que se producen al año. Ante una tragedia de tal magnitud, tan repetida, tan sangrienta y dolorosa para todos, ¿quién se puede enfrentar al argumento de que los conductores están llenos de vicios, alteraciones, conductas antisociales y tendencias delictivas? Con ese horizonte de muerte delante de los ojos, estamos dispuestos a aceptarlo todo. Y luego aparecen psicólogos, especialistas y demás expertos en seguridad vial, la mayor parte bienintencionados junto con algún que otro botarate, investigando las características del chivo. Sus resultados son útiles para el diseño de automóviles, para la construcción de vías y cosas semejantes, pero cometen el error fundamental de atribuir la tragedia a las características que estudian en el conductor. Algo que nunca podrían demostrar bajo estrictas condiciones científicas y que sólo nos llega a convencer porque se amparan en el espectáculo de la ciencia.

Las compañías de seguros lo tienen más claro, como se puede observar por las tarifas que aplican. La mayor parte de las muertes se producen por el ocio juvenil del fin de semana o durante las salidas masivas en períodos de vacaciones, que también es ocio. Tanto los jóvenes como los turistas domésticos tienen todo el derecho a divertirse y disfrutar como les apetezca. Pero la industria del ocio obliga a unos a reunirse en grandes discotecas, concentrados en la tensión y en el desplazamiento, pero más fáciles de exprimir en cuanto a los miles de millones que producen a la semana. Las vacaciones, puentes y festividades también se acumulan en pocos momentos, en lugar de distribuirlos de forma civilizada a lo largo del año, y por los mismos motivos de facilidad para la explotación masiva. Son los restos de un industrialismo salvaje.

Buena parte de la tragedia se evitaría, aunque por supuesto no toda, distribuyendo la oferta de ocio y dosificando las vacaciones en el tiempo. Eso implica reorganizar toda una industria que produce grandes beneficios. ¿Quién se atreve? Ante un obstáculo tan poderoso, lo mejor es desplazar la agresividad y señalar a los conductores como chivo expiatorio. Y sacar una nueva ley de tráfico que roza peligrosamente con los derechos y libertades más básicos del individuo. El problema no es el ocio, es el negocio lo que nos está matando.

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