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Columna
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¡Déjennos respirar!

No aguanto más. Si no lo suelto, reviento: odio el fútbol. ¿Seré marciano? Soy incapaz de recitar el nombre de un solo jugador del equipo de mi ciudad y, lo que es peor, me siento orgulloso de ello. Me la repanfinfla que tal o cual escuadra esté en primera división o en tercera, que pierda la Liga o que gane la Copa. Me escandalizo con las cifras astronómicas que cobran las estrellas del susodicho, que contrastan con los sueldos de risa que se pagan a científicos y humanistas. Siempre he creído que hay cosas mucho más interesantes que hacer un domingo que ver cómo unos y otros corren detrás de un balón intentando introducirlo entre tres palos.

¿Que a usted, querido lector, le encanta el fútbol y que se pega toda la semana esperando a que llegue el momento de animar a su equipo? Me parece de puta madre. Esto es una democracia y aquí cada uno piensa, dice y hace lo que le da la gana. Pero la libertad de uno termina donde empieza la de los demás. Convendrá conmigo en que, de la misma manera que yo no obligo a nadie a ver las películas de Woody Allen, leer a Pessoa o escuchar a Eric Clapton, nadie me debería forzar a mí a seguir prácticamente cada día las peripecias de los virtuosos del balompié. No exagero: ya no hay donde huir. El fútbol era ya casi el único tema de conversación entre los hombres, pero ya están contagiando a las mujeres, a las que siempre había considerado seres más inteligentes que todo eso.

Si a un pardillo se le ocurre coger un autobús un domingo, ya la ha cagado. Va a tragarse todos los resultados de la primera, la segunda, la tercera, la cuarta y la quinta división, si es que existen. Y que intente pedirle al conductor que baje el volumen, que tendrá suerte si no le llama hijodeputa. En la tele ni zapeando se libra uno de la nueva tortura china. Raro es el día en que no se emitan varios partidos a la vez. Por lo visto los futbólfobos ni existimos. Pero lo que me ha sacado de mis casillas es que ya hasta en los bares anuncian los encuentros: 'Mañana a las siete y media, Real Madrid-Barcelona'. Vaya usted y proteste, que aún le pondrán el volumen más alto. Yo creía que las tabernas eran para tomarse una copa con los colegas e incluso echar un tejillo de vez en cuando, pero debo de pertenecer a un estadio anterior de la evolución de nuestra especie hacia el aldeanismo global que profetizara McLuhan.

No piense querido lector que soy un raro o un antisocial, aunque tengo que reconocer que en estos temas me sale la vena misántropa. Me encanta hacer deporte. Siempre que puedo voy al gimnasio o a la piscina. Por eso no entiendo a esos voyeurs que se mueren por contemplar las hazañas de Figo y de Zidane y son incapaces de darle una sola patada al balón, y mucho menos de ir al monte o echarse unas carreras. El único deporte que verdaderamente practican muchos futboleros es el sillón ball. Como en casi todo en esta vida, también en esto hay mucho creyente, pero poco practicante.

Y es que eso del fútbol es como la religión. A muchos cristianos ni se les pasa por la cabeza que no todos somos de su club, y eso que teóricamente vivimos en un estado aconfesional. Y ahí los tenemos todos los días dando la brasa a la población con sus muy respetables reglas morales, dogmas y tradiciones. Muy respetables, pero que se los guarden para su casa y su iglesia. Pues lo mismo con el deporte radiado. Cada uno tiene su modo de pasar el rato en este valle de lágrimas, faltaría más. Pero, por favor, que no nos enteremos los demás.

Pero todavía quedan motivos para la esperanza. Existe ya una enorme conciencia ciudadana sobre la contaminación ambiental. Cada vez son más los fumadores educados, que antes de encenderse un pitillo preguntan: '¿Le importa que fume?'. Pues lo mismo debería hacerse con la contaminación acústica y mental que suponen los partidos. Los conductores de autobuses y los camareros de los bares deberían preguntar a viajeros y clientes: '¿Les importa que pongamos el fútbol?'. Con derecho a veto, por supuesto. Pues aunque muchos no se hayan enterado todavía, la democracia consiste en el gobierno de la mayoría respetando a la minoría.

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