¿Contra la historia?
Hace más de un siglo, un joven Friedrich Nietzsche escribió un texto polémico, uno más de una serie que preveía larga, controvertida. El texto se titulaba Sobre la utilidad y el abuso de la historia para la vida; a la serie le puso el epígrafe general de Consideraciones intempestivas y con ellas esperaba enfrentarse a la estulticia y a la ceguera de sus compatriotas, a lo que tantos y tantos se obstinaban en no ver y en negar con empecinamiento culpable o ignorante. Intempestivo, es decir, fuera de tiempo, contra el tiempo, ajeno al tiempo. La idea de Nietzsche era combatir los lugares comunes y, justamente por eso, tomaba la historia como uno de los tópicos de su época a los que era preciso hacer frente. ¿Qué tendrían la disciplina histórica y el devenir que tanto le irritaban y contra los que merecía la pena batirse? La idea de pasado, de que hay un pasado al que te debes y que te libra de ti mismo, de que hay un patrimonio del que debes ser celoso guardián, de que hay unas pertenencias de las que no te puedes desprender, es un atentado contra la vida. Si se concibe la historia como lastre, si se invocan las realizaciones de nuestros antepasados como gesta a celebrar, sólo nos cabe una tarea, la de la conmemoración, la de tomar aquellos hechos como alegoría con el fin de moralizar, de aherrojarnos. El ochocientos, aunque no sólo ese siglo, fue pródigo en este empleo de la historia, en esta subordinación del presente a un tiempo remoto, a un pretérito perfecto ideado para fundamentar la legitimidad de la nación (la española, por ejemplo), o un pasado lleno de injurias por las que ahora convendría hacer pagar (la batalla de Almansa). La historia de los historiadores y de los políticos era un instrumento de la nacionalización, pero era sobre todo un medio para el reconocimiento, no para el conocimiento. Me reconozco compatriota frente al extranjero y me reconozco heredero y sucesor de unos antepasados de los que me separa un abismo de tiempo y que ahora podría franquear. Sin embargo, como advirtió el propio Nietzsche, la experiencia, la razón práctica e incluso el simple sentido común no fundamentan esa concepción de la historia.
No tengo existencia alternativa, no tengo otro mundo al que acceder: sólo dispongo de esta existencia ordinaria, contingente y finita, abocada a la muerte, y en ella resuelvo mi destino personal. Dios no existe, Dios ha muerto -insistía Nietzsche- y el único dato cierto con el que cuento soy yo mismo, cada uno de nosotros, esta materia de carne y huesos que aspiro a modelar en este tiempo escaso, exiguo, que el azar me concede, esta materia que quiero hacer mía, sin deudas, sin dependencias. Nuestra vida puede ser una obra de arte, un ejercicio de composición exigente, de elaboración, un modo de tallarnos y de dar forma a lo que era potencial, una manera de mejorarnos, un cultivo del genio modesto y de la creación singular. El genio y la creación, incluso esa pequeña tarea en la que nos empeñamos y que es la vida en el sentido que le diera Nietzsche, se hacen contra la historia. Entiéndaseme: quien es rigurosamente fiel a lo que sus antepasados hicieron, quien es respetuoso con lo que sus mayores alcanzaron, se agosta sin hacer nada nuevo, sin dejar huella de sí al tomarse como mero receptor o guardián de lo que hay. Por tanto, la vida nos aleja de ese pasado de pertenencias en el que estaríamos indefectiblemente atrapados.
Si esto es así, ¿para qué serviría hoy la historia? Si el pasado ha sido excusa para frenar la vida, para arraigarnos, para expropiarnos el presente con que contamos, ¿podemos concebir la historia de otro modo? Antes decía que la disciplina histórica sirvió muy frecuentemente para el reconocimiento, para la identificación colectiva que nos apacigua, que nos libra de este destino corto y que atempera las diferencias que hay en cada uno, esas diferencias que no me acepto y que otros observan con prevención. La ventaja del reconocimiento es que me permite localizar a los míos o, al menos, a esos con los que creo compartir filiación, linaje: un parapeto o defensa contra las ofensas potenciales que siempre vienen de los otros o de esa muerte insidiosa que me acecha. La hostilidad bélica contra el extranjero, el recelo contra el foráneo o la animadversión contra el que, justamente, no identificamos, se basan en ese sentimiento, en esa percepción de lo propio y en esa noción de lo ajeno. Sin embargo, aprendida la lección desastrosa del novecientos, la historia debería servir hoy para menesteres y colectivismos menos guerreros, sabiendo lo inestable de las identidades, la trabajosa construcción de la identidad a que cada uno se aplica y de la que no salimos indemnes. Más que para el reconocimiento, que es un modo de establecer la fatalidad de unas ataduras, la historia debería emplearse verdaderamente para el conocimiento propio, para hacer ver todo lo que ignoro de mí mismo, esa parte oscura que también me constituye, lo que es deuda o lo que es logro, la casualidad de que yo esté aquí. En mi vida no hay necesidad ni misión y sólo una suma de azares me han hecho: por tanto no hay fardo que esté obligado a acarrear ni dependencia milenaria que deba reconocer y que me libre de ese ser circunstancial que soy yo mismo. El conocimiento histórico nos hace sorprendernos precisamente de la falta de necesidad de nuestras vidas, de lo azaroso de mi vida, de los límites que no lograré rebasar, de las restricciones que antes y después permanecerán. Hay cosas que pertenecen a la naturaleza humana -si me permiten decirlo con esta expresión deliciosamente antigua-, que pertenecen a ese conjunto de atributos que comparto con todos, y que no conseguiré eliminar; y hay cosas que sólo son fenómeno histórico y temporal, una forma contingente que podrá desaparecer. Esos que llamamos nuestros antepasados lo son desde luego a partir de algún criterio de identificación, pero sobre ese criterio se me permitirá pronunciarme o incluso oponerme, entre otras cosas porque de ellos me separa un abismo, formas distintas de nombrar, de hablar, de pensar, de amar, de trabajar. Si me empeño en observar lo que me ata a ellos, lo que me identifica a ellos, acabaré creyendo que ellos tuvieron una identidad fija, transparente y accesible y que yo también poseo perfiles y un modo estable y claro de estar en el mundo. Pero ustedes y yo hemos cambiado y no nos reconocemos en aquellos jóvenes que fuimos, una gavilla de promesas o un repertorio de porvenires posibles, de derrotas y de fortuna. Si a cada uno nos cuesta reconocernos en quienes fuimos o creímos ser, ¿cómo vamos a tipificar a unos antepasados a partir de una identidad fija que yo mismo soy incapaz de darme o que no logro hallar? La historia me permite regresar para averiguar cómo hicieron sus vidas esos que llamo mis antepasados, cómo variaron sus opciones día a día y cómo hicieron frente a sus incertidumbres, tan frágiles como yo, tan ignorantes como yo; pero a ese modo de operar lo denominamos conocimiento, no reconocimiento, pues entre ellos y yo sólo hay un parecido de familia, entre ellos y yo no hay espejo ni necesidad, ni atadura ni pertenencia que la muerte misma no acabe por fracturar.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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