Trampa y salida
Las recientes declaraciones del presidente José María Aznar sobre una más estrecha colaboración entre el PP i CiU, especialmente innovadoras por la oferta de cuatro carteras ministeriales en su Gobierno, han sido repetidamente consideradas estos días por diversos comentaristas y políticos como una OPA hostil o como un abrazo del oso, es decir, como una trampa del presidente del Gobierno a Jordi Pujol con la intención de restarle parte de su base electoral en beneficio del partido que dirige. No hay duda de que estos calificativos son, en parte, ciertos, pero también lo es que la propuesta puede ser aceptada por CiU como una salida, a medio y largo plazo, de la complicada situación en que se encuentra el partido nacionalista catalán.
En efecto, como es sabido, CiU tiene una doble característica: es una formación política centrista, desde el punto de vista económico y social, y nacionalista, desde el punto de vista político. En este segundo aspecto, la trampa -muy inocente, por cierto- ya se la han tendido los socialistas con su programa para aprofundir l'autogovern. Pero, como decíamos hace unas semanas, la mayoría de la sociedad catalana parece hoy muy desinteresada por este tipo de profundizaciones. El desafío serio es el que le plantea el PP: con mayor influencia en el Gobierno del Estado se mejorarían los déficit más evidentes de la economía y la sociedad catalana. Y para ello no hace falta renunciar a la ideología nacionalista: simplemente basta con adaptarla a la realidad europea de principios de siglo XXI.
En el fondo, la oferta de Aznar es una llamada al realismo que no es nueva en él ni es nueva tampoco en la tradición catalanista del siglo pasado. En efecto, desde la primera colaboración con CiU tras las elecciones de 1996, el dirigente popular ha planteado que la alianza con el partido de Pujol no debe ser meramente táctica y a corto plazo, sino estratégica y a largo plazo. Esta posición no la han compartido públicamente los dirigentes de CiU pero, en privado, algunos no han mostrado rechazo alguno por tal fórmula. Tampoco Aznar ha insistido mucho en ella hasta la semana pasada, haciéndola muy explícita y razonada en sus largas y espectaculares declaraciones a La Vanguardia el pasado domingo.
Por otra parte, en la tradición catalanista del pasado, la alianza con los partidos estatales ha estado siempre presente, aunque nunca se haya consolidado: recordemos los intentos de entendimiento de Maura con Cambó, de los republicanos de 1931 con la Esquerra de Macià y Companys o de la Lliga con la CEDA en los años anteriores a la guerra civil. Más recientemente, recordemos también los episodios fallidos de la UCD de Adolfo Suárez con la Unió Democràtica de Anton Cañellas o de la misma CiU con el efímero Partido Reformista de Miquel Roca. En otros ámbitos, sin embargo, uniones de este tipo han tenido un notorio éxito: pensemos en la CSU de Baviera -que gobierna sin interrupción desde hace 50 años- o, más cerca todavía, en Navarra, donde el PP ha quedado subsumido en la UPN, que gobierna desde hace años esta comunidad foral. Por tanto, el intento no es nuevo ni, a la vista de los datos históricos, es disparatado.
¿Podría ser esta una solución para la difícil fase por la que atraviesa CiU? ¿Podría dar lugar la oferta de Aznar a una coalición o federación que pudiera unir el centro y la derecha políticas en Cataluña? No me parece difícil dar una respuesta afirmativa si tenemos en cuenta los cambios producidos en la sociedad catalana desde 1980, la realidad actual del Estado de las autonomías y el nivel ya asumido y las perspectivas futuras de la Unión Europea.
Así como la aspiración al autogobierno era compartida como una prioridad por una mayoría de catalanes en los años de la transición política, ahora lo que se percibe es un cierto hartazgo del nacionalismo y una creciente preocupación por los problemas concretos de la vida diaria: mejorar la enseñanza, los servicios públicos, las infraestructuras de transporte y comunicación, la sanidad y el medio ambiente, la seguridad y, en general, aquello que afecta a la economía y la sociedad. Para todo ello, la Generalitat ya tiene los instrumentos necesarios dado el actual desarrollo del Estado de las autonomías: no olvidemos que en estos momentos las comunidades autónomas tienen amplísimas competencias, un alto nivel de corresponsabilidad fiscal y gestionan el 47% del gasto público frente al 35% del Estado. El presupuesto de la Generalitat está en torno a los 18.000 millones de euros (unos tres billones de pesetas). ¡Ni los más optimistas podían sospechar tales cifras hace tan sólo cinco años! En último lugar, a la vista del grado de integración europea, cualquier nacionalismo moderado de esta zona del mundo debe replantearse sus objetivos últimos.
Parece que todo ello lo va entendiendo la nueva generación convergente que encabeza Artur Mas, quien ha admitido que no descarta en sus planes de futuro una más estrecha y estable colaboración con el PP. Pero incluso el propio Pujol, el siempre -en último término, eso sí- pragmático Pujol, ha adoptado estos días en su viaje a California un tono nuevo al presentar a Cataluña como 'una parte de España con una personalidad diferenciada'. ¡Qué lejos se está de eslóganes como el Freedom for Catalonia y Cataluña, un país de Europa, de la época de los Juegos Olímpicos de Barcelona!
¿Qué le falta aceptar a CiU para poder complementarse con el PP? Simplemente asumir el Estado de las autonomías como punto final del catalanismo político, sin dejar de lado el nacionalismo desde el punto de vista cultural. En el resto, en lo esencial del desarrollo de las competencias, el PP ha cedido ya en todo lo que razonablemente podía ofrecer.
La nueva situación puede, por tanto, ser interpretada por Convergència como una trampa, pero también como una salida. Y como salida para CiU puede convertirse fácilmente en una trampa para el PSC, el cual parece no advertir los cambios que se han producido en la sociedad catalana, en el Estado de las autonomías y en la situación europea, y corre el serio peligro de quedar, una vez más, por un tiempo indefinido, en su habitual rincón de la política catalana, acompañado esta vez por una crecida ERC y una minúscula IC.
Francesc de Carreras es catedrático de Derecho constitucional de la UAB.
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