Pausa publicitaria
Vender no debe de ser una cosa tan fácil. Ya sé que próximas aún las fechas navideñas semejante afirmación puede parecer sospechosa de falacia en primer grado, pero si meditan un poco, ya verán como acaban dándome la razón. Por ejemplo: ¿se han parado alguna vez a pensar cuántas vallas publicitarias, cuántas cuñas radiofónicas y cuántos anuncios televisivos necesitan trabajarnos el inconsciente para que ustedes y yo, que somos duros e impermeables por naturaleza, acabemos contrayendo un feroz deseo de poseer unos calzoncillos Calvin Klein o unas bragas Princesa? ¿Han pensado alguna vez en la apabullante cantidad de talento que hay detrás de los eslóganes publicitarios con gancho? ¿Saben lo endemoniadamente complejo que es crear una campaña publicitaria para vendernos la moto a usted y a mí, que tenemos un corazón inconmovible, alergia al níquel de los euros y una insensibilidad notoria y patológica al irresistible encanto de las marcas?
A menudo hay más creatividad en los anuncios que en las series de televisión y las películas
Si aún no los he convencido de que vender puede ser una proeza, vayan a darse una vuelta, entréguense a la edificante experiencia de observar un rato a algún vendedor de La Farola y luego me cuentan. O mejor aún: si todavía no han estado por allí en los últimos tiempos, visiten la estación de metro de Universitat (donde confluyen la líneas 1 y 2) y verán el despliegue de imaginación y la conquista de espacio vital que tiene que hacer una marca de artículos deportivos para conseguir vender, pobre. Ignoro cuántos metros tendrá esta estación, contando sus distintos niveles subterráneos -¿1.500? ¿2.000?-, pero el caso es que la totalidad de su superficie ha sido ocupada como soporte publicitario por la empresa Nike. Sí, lo han entendido bien: toda la estación de Universitat, de arriba abajo y del uno al otro confín, se ha convertido en un anuncio. Que a esta espectacular intervención publicitaria en un espacio público no le faltan aspiraciones artísticas lo demuestra su propio título: 'El arte de la contradicción'. De hecho, mientras observaba las paredes cubiertas con cinta adhesiva naranja y azul y leía los mensajes ambiguos, contradictorios y hasta un punto insolentes ('Me gustas como entrenador, pero no me digas lo que tengo que hacer / No creo en los horóscopos. Tú debes de ser escorpión / Lo que estoy pensando siempre es diferente de lo que estoy pensando / Dije sí. Quería decir no. / ¿Cuánto se tarda en llegar a ninguna parte?', etcétera), me costó un ratito percatarme de que lo que parecía una intervención artística, bastante interesante, por cierto, obedecía en realidad a fines publicitarios. Luego me di cuenta de que, amén de los eslóganes que decoran las paredes sobre fondo naranja y azul, los de Nike habían hecho, en el vestíbulo de arriba, una especie de cercado donde se han venido programando sesiones de subway aerobic, yoga, taichi, boxeo y chill out gym, entre otras actividades. Además de la intervención espacial y el programa lúdico-deportivo, Nike ha publicado un catálogo gratuito que, más que un catálogo publicitario, parece un catálogo de arte o, en cualquier caso, algo que está a medio camino entre ambos.
¿Qué está pasando aquí? Varias cosas, aunque ninguna de ellas es nueva, desde luego. Hace tiempo ya que, cuando miro la tele, descubro que hay más creatividad, talento, agudeza, riesgo, originalidad y sorpresa en algunos de los anuncios que en la mayor parte de las series, programas y películas. Y en la estación de metro de Universitat hay más descaro y creatividad que en muchas de las obras análogas que se muestran en los museos. ¿Cómo es posible -se preguntarán ustedes- que los publicistas se hayan dado cuenta de que la creatividad vende y muchas de las instituciones culturales, en cambio, estén en la inopia? Bueno, para empezar, podríamos comparar los presupuestos que las empresas invierten en publicidad y las partidas que los distintos gobiernos destinan a la cultura. Por otra parte, no hay que olvidar que en el siglo XXI la publicidad es la que da de comer a buena parte de los artistas. Cualquier día de éstos el Premio Nacional de Poesía irá a parar a un individuo que se gana la vida buscando eslóganes con gancho en una agencia de publicidad y luego escribe y publica libros de poemas que no es que no le reporten ni un euro, sino que, encima, le cuestan una pasta.
Me dirán que la relación entre el arte y la publicidad viene de antiguo y tendrán razón. Al fin y al cabo, la pintura fue durante mucho tiempo una valla publicitaria de la madre Iglesia, del poder absolutista, de los valores de la burguesía... En realidad, el siglo XX fue el único momento en que el arte trató de hacerle un corte de mangas al poder (las vanguardias, ¿recuerdan?) y el balance de esa tentativa constituye uno de los fracasos más estrepitosos del siglo XX. Uséase, que tirarse de los pelos porque el arte se pone al servicio del poder sería ridículo a estas alturas, me hago cargo. Y, además, me parece de ley que los artistas coman caliente un par de veces al día.
Sin embargo, ¿es lícito preguntarse si no debería de haber algún límite a la cantidad de espacio público cedido a la publicidad? Si a Bill Gates le diera por alquilar Barcelona entera durante un par de días para una campaña publicitaria de Microsoft que tuviera el máximo impacto, ¿vacilarían nuestros ediles, presas de incómodos escrúpulos, o sucumbirían, sin pensárselo dos veces, a la lucrativa tentación?
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